viernes, 25 de diciembre de 2009

La cultura de los veinte duros

Debajo de mi casa acaban de abrir una tienda de las llamadas de todo a cien. Tienen de todo, como ya sabrán. Absolutamente de todo. Desde complementos de imitación a Hello Kitty, hasta menaje de cocina, pasando por artículos de papelería, droguería, perfumería, ferretería, juguetes, e incluso abrigos y ropa interior. Y todo, a precios casi simbólicos.

Paseando por las estanterías de esta tienda, me he parado a pensar en lo fácil que resulta comprar cualquiera de sus artículos. Objetos sin calidad ni valor, que tal como los adquirimos y usamos pueden ir a parar al cubo de la basura sin ningún tipo de remordimiento. ¿Por qué íbamos a tenerlo? Son objetos que no valen nada (casi literalmente). No nos cuesta nada comprarlos, son de escasa calidad, abundantes hasta la saciedad y no supone ningún esfuerzo adquirirlos. Así que, si ya no nos sirven, ¿por qué no tirarlos?

Este pensamiento, mientras seguía con mi paseo, me ha hecho recordar una anécdota que me ocurrió hace poco mientras visitaba a una amiga. Había comprado en Ikea una pequeña mesita para el teléfono fijo, muy coqueta, que le había costado la irrisoria cantidad de diez euros. El marido, en un descuido con su cigarrillo, dejó sin querer una pequeña marca en una de sus esquinas, y mi amiga, además de reprenderle, exclamó sin ninguna pena que total, para lo que le había costado, se llegaba a comprar otra.
La mesa estaba hecha de madera, y esa madera formaba parte de un árbol que fue talado. La madera fue cortada, alguien la lijó y la ensambló y luego la pintó. Quizá lo hicieron unas máquinas, pero éstas, también, están dirigidas por hombres. Y aunque no lo estuvieran, sigue siendo un trabajo que llevó un tiempo, que consumió unos recursos y que supuso una planificación y un esfuerzo. Sin embargo la desechamos. ¿Por qué? ¿Cómo hemos llegado a despreciar de esta manera el trabajo de los hombres (por no hablar de los recursos naturales)? Y la respuesta la hallé en la tienda de todo a cien: porque no nos supone ningún esfuerzo. Porque no nos cuesta nada adquirir. Y al no costarnos nada adquirir, tampoco nos cuesta nada desechar. Y esto, me temo, es aplicable a todos los aspectos de nuestra vida.

Estamos sobrealimentados, sobrevestidos y sobreabastecidos de todo cuanto nos hace falta. Vivimos en la cultura del ocio y el derroche, y esto, además de poblar nuestras vidas de objetos sin valor, nos convierte en consumidores de la nada.

La televisión, el cine, la música y la literatura también están saturados de artículos de todo a cien. De sobra son conocidos esos programas mediocres que emiten todas las televisiones, que incluso ya tienen nombre propio: programas basura. Del mismo modo, ya tenemos también comida basura, e incluso películas, libros y canciones basura.
Cada vez es más frecuente que cualquier éxito en la radio no dure más que un par de semanas en el número uno, hasta que otro ocupa su lugar. Suelen ser canciones de música pegadiza y facilona, con una letra simple y poco trabajada. Éxitos fugaces que apenas aguantan unos meses antes de caer desfasados. Y es sólo con el paso del tiempo cuando nos damos cuenta de su verdadera calidad (o de su falta de ella). Muy pocos “hits” aguantan ser escuchados unos años después sin perder la dignidad.

Ya no se trabaja el arte. No se le dedica tiempo. Todo se hace con rapidez. Los editores de libros, los publicistas, las casas discográficas, los productores de cine y tv, se han dado cuenta de lo rentable que resulta el consumismo resultón y barato, que obnubila a la mayoría del público de forma rápida y fugaz. Cualquier cosa que dé un éxito comercial inmediato es aceptable antes de pasar al siguiente. Nos hemos acomodado a lo fácil, a lo abundante e instantáneo. Sobre todo a lo instantáneo.

Hace unos años, los niños teníamos que esperar durante meses para recibir un juguete. La mayoría sólo teníamos el día de Reyes y el día de nuestro cumpleaños para conseguir regalos. Por eso eran una fiesta. Ahora, sin embargo, tenemos fiestas cada fin de semana. Tenemos lo que queremos sin necesidad de esperar.
Recuerdo que mis padres tenían que ahorrar para poder comprarnos un juguete a cada uno el seis de enero. Era un día único, mágico, en el que todos, al mismo tiempo, recibíamos un regalo. Pero en la actualidad, los Reyes se han vuelto un poco menos magos, porque cualquier otro día del año podemos hacernos con cualquier cosa que deseemos, y esto, lleva a una inevitable insatisfacción. Si no nos cuesta ningún esfuerzo adquirir, ni tan siquiera la disciplina de esperar, tampoco nos supondrá ninguna pena desechar, al igual que ocurría con la mesa de diez euros. Sólo aquello por lo que trabajamos, por lo que nos esforzamos, nos aporta satisfacción y nos crea un apego. Para obtener lo que queremos, primero debemos sentir que nos lo hemos ganado. Sólo así conseguiremos disfrutarlo.

Estamos llenando nuestras vidas de objetos basura, de arte basura, de desperdicios que apenas aprovechamos unos días antes de despreciarlos. Y poco importa que lo que hayamos adquirido sea más bueno o más malo, más caro o más barato. Si no nos ha supuesto ningún esfuerzo, ningún sacrificio, carecerá de valor.
Nos estamos acostumbrando a derrochar, a gastar porque podemos. A despreciar el trabajo de los hombres, y con ello, sin saber, despreciamos también lo que le ha costado a la humanidad conseguir este estado de bienestar (al menos en el primer mundo), con bienes asequibles para casi todos.

Una mesa no se hace sola. Una canción tampoco se escribe sola. Ni una película. Ni un libro. Sin embargo tiramos comida, tiramos muebles y tiramos ropa. Tampoco solemos releer, cuando a la relectura se le suele sacar en realidad más provecho que al abrir un nuevo libro. Ni parece que todas las canciones, que todas las películas y que todos los videojuegos que tengamos grabados sean suficientes.
Pero no nos engañemos. Todo esto no quiere decir que seamos peores que las generaciones precedentes. Tampoco mejores. Es sólo que vivimos en sociedades muy diferentes.
No se trata, ni mucho menos, de que hasta hace unos años supiésemos disfrutar mejor, sino de que, simplemente, no reinaba tanta abundancia a nuestro alrededor, y eso, hacía que valoráramos cada cosa de forma distinta. Todo era importante. Lo que ahora nos supone un simple paseo por una tienda más una sencilla elección, antes costaba meses de espera y ahorro para conseguirlo. Por eso le dedicábamos más tiempo a una canción, más horas a un libro, más entusiasmo a todo cuanto adquiríamos. Los objetos eran bienes escasos y únicos, la mayoría de las veces artesanos y, por lo tanto, irrepetibles. Teníamos mucho menos. Por eso, lo disfrutábamos mucho más.

Hasta hace poco no se disponía de tiempo, ni de recursos, ni de dinero para producir ni consumir al nivel en el que lo hacemos hoy en día. No se disponía, como ahora, de tres horas diarias (la media de consumo en España) para ver televisión. De hecho, ni siquiera había televisión. Tampoco se producían tantas películas, tantas canciones, ni tantos libros.
De un tiempo a esta parte, el mercado está produciendo y consumiendo en exceso, y este exceso nos ha llevado a la saturación, tanto en variedad como en cantidad. Y esta saturación, como no podía ser de otra manera, ha provocado una proliferación de la mediocridad y de la inmediatez.

Tampoco nos equivoquemos. No es que sea malo disponer de tiempo de ocio y de oferta cultural. Muy al contrario, es recomendable e incluso necesario, pero puede llegar a ser contraproducente si no se sabe cómo emplearlo. El problema consiste en que tenemos demasiadas cosas que son demasiado asequibles. Lo cual, por un lado, es positivo. Nunca como hoy en día estuvo más al alcance de todos adquirir aquello que se desea. Pero por otro lado toda esta inmediatez, esta facilidad, está haciendo que dejemos de valorar el trabajo ajeno, los recursos y el esfuerzo que la sociedad ha empleado para llegar hasta donde nos encontramos. Y lo más importante: estamos llenando nuestras propias vidas de cosas sin valor. Y no importa, insisto, si son caras o baratas. Si no nos ha supuesto ningún sacrificio conseguirlas, no valen nada. Y como no valen nada, en un plazo medio, e incluso corto, nos son insuficientes y hasta insatisfactorias.

Estamos generando más desperdicios de lo que podemos tolerar, y no sólo en sentido literal. Nos estamos poblando a nosotros mismos de objetos y de arte procedentes de la cultura de la basura, del consumismo de un solo día, creados para marcharse de nuestras vidas tal cual vinieron: sin esfuerzo; y, como es lógico, para dejarnos tal cual nos encontraron: vacíos.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Teoría de la imaginación

A veces, más que vivir, nos imaginamos viviendo. Imaginamos que estamos donde estamos, y que conversamos con quien conversamos, de los temas que conversamos. Imaginamos que nos entienden, y que entendemos a quienes nos entienden. Que somos visibles para los demás transeúntes. Que alguien se fija en nosotros. Que alguien habla de nosotros. Imaginamos esta tarde que es tranquila y es hermosa. Más tranquila y más hermosa de lo que puede en realidad ser una tarde. Imaginamos que somos. O que no somos. Que tenemos o que no tenemos. Imaginamos para bien y para mal. Que podemos o que no podemos. Que nos deben o que debemos. Y en esta continua realidad imaginada, también somos imaginados. Nos imaginan más y nos imaginan menos. E imaginan que imaginamos lo mismo, y que estamos de acuerdo.

Yo imagino que me basto, y que estoy, y que puedo. E imagino mis síes y mis noes, con tanta claridad como si los viese. Me los imagino, y me los creo. E imaginando que imagino a veces imagino que escribo, y que quien me lee lo entiende.

Pero sólo imagino.


domingo, 8 de noviembre de 2009

Si te acuerdas de mí

Quería preguntarte,
si te acuerdas de nosotros cuando llega el otoño.
Si alguna vez paseas por aquel parque
buscando gotas de viento
sacudir nuestros pasos.
Si visitas nuestra escalera
para contemplar, como hacíamos al atardecer,
la caída del ocaso.
Si en tu montaña se volvió a posar
una lechuza sobre el alambre,
y si en el valle aún se confunden
el agua,
los helechos,
y el pato de ojo colorado.
Si viajas a la laguna
con la llegada de los flamencos.
Y si alguna vez,
alguna vez,
me llevas contigo.

Quería preguntarte si echas de menos
mis palabras sobre tu oído,
y si te detienes a escuchar
a solas, como siempre,
el delicado sonido del trueno.
Si te preguntas dónde estoy,
o a quién regalaré mis silencios.
Si comparto los tesoros que construimos,
o si acaso,
los he olvidado.
Si volvieron a besarme,
si me hablaron de amor.
Si despertó de nuevo
el deseo inocente,
y la ilusión incombustible.

Quería preguntarte qué quedó de aquellos años,
si habitan en alguna parte, fuera de mí.
Si los llevas contigo,
o los perdiste en el trayecto
entre otras manos,
otros labios,
otros dueños.
Si alguien te volvió a dedicar
versos apasionados.
Si pudiste recuperar
aquello que perdimos.


Si te acuerdas de mí.


Si te acuerdas de mí.


miércoles, 21 de octubre de 2009

Vivir a medias

No domina mi ansia ningún deseo
de poseer, tener, o ser tenida;
mas cuando he sentido una certeza,
y muchas en mi vida ya he sentido,
no he podido hacer más que ir a buscarlas
y dejarme todo el empeño en ellas.

Mal anda quien no sigue su camino;
y yo nunca he sabido,
vivir a medias.

sábado, 3 de octubre de 2009

Luz

Ahora,
que ya no estamos en penumbras,
que hemos sido capaces de descubrirnos
en el centro de la vida,
ahora podemos ver,
que hasta los peores momentos no lo son tanto
cuando los miras tras el cristal adecuado.
Que el mayor hallazgo
es el más limpio
y real
tesoro:
el día de hoy.

Ahora,
hemos comprendido
que no necesitamos nada,
salvo a nosotros mismos,
y que la amistad,
y el sol,
el viento y la vela,
nos alejan de la apatía.
Y es cuando volvemos a abrir los ojos,
y observamos,
que el cielo sigue teniendo su color,
que el mar sigue reflejando la luna,
y que ya sabemos exprimir el presente.
Nuestro presente.
Y que la memoria,
los recuerdos,
son sólo nuestros.
Únicos.
Y que nadie puede arrebatárnoslos.

A veces la vida se nos muestra transparente.
Tan sencilla,
que es imposible no sonreír
de pura felicidad.

Hay un minuto en la existencia
esperando vernos despertar.
Cogedlo
¡Cogedlo!
Es el fin de las tinieblas.

Quédate conmigo

En televisión hay un niño sin zapatos,
sentado en el suelo,
comiendo con las manos al lado de un estercolero.
Su madre lleva un bebé enganchado al pecho,
y una mano estirada hacia delante pidiendo limosna.
Entretanto,
en el siguiente canal,
una joven de veinte años
se hace pasar por una de treinta,
mientras intenta venderme una crema facial.

El mundo está podrido,
y yo sólo encuentro el consuelo
de saber que hay gente como tú.

Ya llegó el otoño
y en la casa hace frío.
Si pasas por aquí,
no dudes en llamar al timbre.
Me haría tanta falta
que te quedaras conmigo…

lunes, 31 de agosto de 2009

Julia

Julia teme que el arte sea finito. Teme que las palabras se agoten; que los trazos del pincel, su grosor, textura y color, ya estén marcados en alguna otra parte; o que las notas, dispuestas en el mismo orden y con la misma duración, sean todas repetidas. Se sienta y se angustia. Un poquito pero se angustia. Y piensa si esa canción que suena en la radio no será más que una mera copia inconsciente de otra anterior que ya sonó en otra radio de otro lugar. Teme que no queden frases por decir. Que no queden historias que filmar. Y piensa en ese día, el cual prevee cercano, en el que los informativos divulguen la fatal noticia de que la creatividad ha tocado techo. Que no hay nada nuevo. Que todo lo que había por crear ya está creado. Y que los artistas están condenados a generar, irremediablemente, sendos plagios de cualquier obra anterior.

Se angustia Julia; mientras se maquilla ante el espejo el lunes por la mañana. Una ligera marca rosada, cerca del pómulo, es el último vestigio de una espinilla premenstrual y traidora que ya casi ha remitido completamente. Se centra en ella, atacándola con una ligera capa de fino polvo mate, y se olvida sin querer de su perturbación sobre la finitud de lo artístico. Ahora empieza a pensar en el autobús, el regular de las siete y cuarto, que coge cada mañana. Piensa en porqué no para el conductor un poquito más allá de la parada del parque, allí donde se bajan las dos mujeres que siempre se sientan al fondo. Todos los que viajan a esa hora saben que son limpiadoras del colegio que queda al final de la calle, a más de trescientos metros, porque todos se conocen de todos los días de todas las mañanas, y cree que no importaría que el conductor dejara un poquito a un lado las normas alguna vez, y les hiciera el favor de dejarlas en la puerta. Luego piensa que no, que no se puede ofrecer un trato especial a unos y no a otros; y que alguien, también, y de forma fortuita, pudiera estar esperando para subir justo en aquella parada. Porque a veces (pocas) recogen pasajeros desconocidos. Eventuales de paso que pagan al contado porque carecen de bono para el autobús, pues es evidente que casi nunca lo utilizan. Y resuelve que no es cuestión de saltarse nada; que la ruta está bien tal cual, y que la improvisación no cabe en la rutina de la ciudad, acomodada a hacer, decir y pensar lo mismo, día tras día.

El reloj de la plaza de la estación marca las 7:47, como es habitual, cuando Julia desciende del transporte público. Accediendo por una callejuela que queda a la izquierda, se llega a un edificio moderno inspirado en la arquitectura local del siglo diecinueve. Sus balcones de forja y las cenefas de las ventanas parecen querer continuar la estética de sus vecinos, cien años más antiguos. Es algo sobre lo que Julia ha reflexionado muchas veces: el esfuerzo (no sabe muy bien de quién) por continuar un estilo que parece dominar la ciudad. Una parada en el tiempo donde alguien, o algo, dejó clavado y establecido que a partir de entonces todo cuanto se irguiese lo hiciera bajo sus líneas; con las mismas características. Ha pensado alguna vez si habrá algo escrito, un bando de alcaldía, por ejemplo, que obligue a los arquitectos a respetar la línea de construcción precedente, encallada en aquella época, que por no sacrificar la homogeneidad de las calles, apenas permite progresar. Ha divagado sobre esto algunas veces, y aún no ha decidido si le parece bien, o si le parece mal.

En el primer piso de aquel edificio de aspecto decimonónico, entre una mampara de cristal y la pared, se encuentra su mesa de trabajo. Frente al asiento, sobre el tablero, hay un monitor, un teclado y un ratón. Debajo está el ordenador, al lado de la cajonera. A la izquierda, en una pequeña mesa auxiliar, varias carpetas descansan sobre manuales de diseño gráfico y publicidad. A la derecha del monitor hay una caja de clips, un cubilete con lápices, bolígrafos y rotuladores, una grapadora, y una alfombrilla naranja en forma de flor. En la esquina, un pequeño poto deja caer sus hojas desde el filo, añadiendo un toque de color. Plantado en la tierra de su maceta, un gnomo de barro sonríe de forma apacible mientras observa el paso del tiempo. No hay nada más a la vista. Todo está recogido y en su puesto. Las luces están encendidas y alguien acaba de poner en funcionamiento el motor del aire acondicionado, que empieza a enfriar la estancia. A lo largo de la planta van llegando dos, tres personas, que ocupan sus asientos en silencio tras breves saludos matutinos. Ninguno de ellos es Julia. Ella aún está en la plaza de la estación, con la vista vuelta hacia la callejuela. Arrastra en su mano derecha un pequeño trolley con ruedas. Sobre su hombro izquierdo lleva una bolsa de viaje. Se detiene unos segundos. Desde su posición puede ver el perfil del edificio de oficinas donde trabaja, e incluso adivinar la luz que sale de los ventanales del primer piso. Lo contempla unos instantes y luego continúa su camino, en sentido opuesto. Hoy su mesa de trabajo quedará vacía. Hoy no irá a trabajar. Hoy, esta mañana, Julia va a coger un tren.

Más allá de la tristeza

Quizá he muerto
y no lo sepa.
Una densa niebla ha pasado por encima de mí
y se ha llevado cualquier atisbo de humor que pudiera quedarme.
No recuerdo cuándo fue la última vez que reí
o lloré.
No escucho ningún sonido desde hace años.
Nadie me habla.
A nadie hablo.
He encontrado un cuarto al final del pasillo,
que está recién pintado.
Me he encerrado en él
y he rogado a gritos a través de la puerta
que no me dejen salir.

(Junio 2009)

miércoles, 19 de agosto de 2009

Es la paz

Ahora que estamos en época de vacaciones y descanso, aprovecho para afrontar pequeñas tareas pendientes que he estado aplazando a lo largo del año. Así, reorganizando un poco papeles, carpetas y cuadernos antiguos, me he encontrado con este texto que dejo a continuación. Es bastante conocido -y utilizado- en clases de religión y en el mundo católico en general. De hecho, creo recordar que fue en catequesis donde me lo entregaron, en aquel grupo al que llamaban de perseverancia, y que componíamos un pequeño reducto de niños preadolescentes recién comulgados, los que, quizá más por tradición y por no defraudar a nuestros padres, que por verdadera vocación, continuábamos, una vez por semana, asistiendo a las charlas catecumenales.
De aquel pequeño grupo que quedó tras las celebraciones de la Primera Comunión, se fueron desprendiendo, poquito a poco y a pequeños puñados, hasta quedar apenas dos o tres supervivientes que, aún poniendo toda nuestra santa voluntad, no conseguimos aguantar el tedio de la charla religiosa –que a fin de cuentas era voluntaria- más que uno o dos años. Ninguno se quedó lo suficiente para llegar a confirmarse.
De aquella época, poco queda. Ni la fe –si la había-, ni el interés ni las ganas, que eran pocas. Sólo este papel, y me atrevería a decir que milagrosamente, ha sobrevivido todos estos años conmigo. Ya ha llovido desde entonces, y mucho más desde que estas palabras fueron dichas, pero, prescindiendo de alusiones a divinidades y de creencias de las que ahora carezco, aún conserva un cierto atino, una exactitud en el mensaje, que consigue mover algo dentro de mí. Me invita a reflexionar y me transmite sosiego, pero sobre todo la tan añorada paz interior que todos buscamos.
Lo que más me gusta es el comienzo: “Hay que hacer la guerra más dura, la guerra contra uno mismo.”


“Hay que hacer la guerra más dura, que es la guerra contra uno mismo. Hay que llegar a desarmarse. Yo he hecho esta guerra durante muchos años. Ha sido terrible. Pero ahora estoy desarmado. Ya no tengo miedo a nada, ya que el amor destruye el temor. Estoy desarmado de la voluntad de tener razón, de justificarme descalificando a los demás. No estoy en guardia, celosamente crispado sobre mis riquezas. Acojo y comparto. No me aferro a mis ideas ni a mis proyectos. Si me presentan otros mejores, o ni siquiera mejores sino buenos, los acepto sin pesar. He renunciado a hacer comparaciones. Lo que es bueno, verdadero, real, para mí siempre es lo mejor. Por eso ya no tengo miedo. Cuando ya no se tiene nada, ya no se tiene temor. Si nos desarmamos, si nos desposeemos, si nos abrimos al hombre-Dios que hace nuevas todas las cosas, nos da un tiempo nuevo en el que todo es posible. ¡Es la Paz!”

Atenágoras I, patriarca de Constantinopla (1886-1972)

lunes, 3 de agosto de 2009

Camino a La Paloma

Mi mamita me cogía las manos cuando iba a dormir, y entre sus dedos despacito repasaba mis falanges. Me decía que así la noche traería buenos sueños, y que no tendría miedo a la oscuridad. Y mientras esto hacía, me contaba el cuento de Aladino y su lámpara maravillosa.
Cuando se marchaba apagaba la luz, y yo no tenía miedo, porque ella hacía magia con sus dedos, y yo llevaba esa magia en mis manos. Y soñaba con genios escondidos y con deseos concedidos. Y nada, nada, nada me perturbaba

martes, 21 de julio de 2009

Equilibrio

Hoy soñé con un extraño
que no era ni más alto ni más guapo
ni más feo ni más bajo
sólo era un extraño
y en él me miraba
y me veía diferente
en un camino nuevo
y era más yo que nunca
y todo estaba en equilibrio
y al despertar ya no me dolías
y todo estaba en equilibrio

lunes, 20 de julio de 2009

El marido de tía Gloria

Dice mi madre que el marido de tía Gloria fue un hombre que vivió y murió enamorado, y que a pesar de todas las penurias que pasó por culpa de su mujer, jamás dejó de amarla. Mi padre, en cambio, dice que era un calzonazos y un cobarde, y que debería existir un calificativo que diferenciara a los hombres de verdad de aquéllos como mi tío.
Yo creo, que los dos están equivocados.

Mi tía Gloria era una mujer muy poco convencional, y no sólo para su época. Si las murmuraciones pudieran convertirse en hojas impresas, mi tía podría haber empapelado por entero la catedral, por dentro y por fuera. Conocidos son de todos el río de amantes que pasó por su cama y las vueltas y cambios de parecer, a capricho y sin razón, que traían por la calle de la amargura a mi pobre tío.
Seis veces cambiaron de casa. La primera era muy fría. La segunda muy calurosa. La tercera muy ruidosa, y la cuarta, demasiado alejada de todo. Sobre la quinta y la sexta, aunque las excusas que pusieron fueron, primero, estar más cerca del trabajo de mi tío, y, después, más cerca de la familia de ella, parece ser que la verdadera razón fue por causa de aquel hombre, su último amante, de quien se enamoró realmente y por primera vez en su vida, y quien al final acabó con ella.
Mi tío, mientras tanto, y a sabiendas del uso arbitrario e infantil que hacía tía Gloria de la vida de ambos, aceptaba –que sepamos sin rechistar- cada nuevo aire o acompañante nocturno que a ella se le antojara. Las primeras veces, dice mi madre, fueron las más difíciles. Nos consta que la quería, al menos al principio. Cuántas veces me habrán relatado la boda de mi tía, aquello de “Fue la única vez que se recuerda en toda la familia que las lágrimas de felicidad las vertía el novio y no la novia”, y mi tía, hermosa y deslumbrante, sonriente y encantadora como sólo ella sabía serlo, encandilando a los invitados con una dulzura natural que sacaba, cuando quería, sólo Dios sabe de dónde.

Las idas y venidas comenzaron, según comentan, al segundo año de casados. Mi madre, me contó en confidencia que la vez que mi tío se enteró de lo infiel de su esposa, ella estaba con él, puesto que fue a buscarla porque tía Gloria estaba tardando más de lo acostumbrado. Cuando aquella noche, buscándola entre las calles, la vio al fin a lo lejos, caminando abrazada a otro hombre y entrando en otra casa, dice mi madre que mi tío cogió su rabia y su tristeza y esperó, calle abajo, a que saliera. Según mi madre allí pasó toda la noche, llorando por el amor roto que acababa de hacer pedazos su corazón. También me contó que a pesar de ello, y entre lágrimas de impotencia, aún le quedaba hueco para preocuparse por ella, y que se lamentaba de la inconsciencia de mi tía, quejándose porque, decía, se había ido con “cualquiera que vete a saber lo que podría hacer con ella si se le antojaba”. Y así esperó, triste, enfermo y preocupado, y vigilando el lugar, no vaya a ser que le fuera a pasar algo a su mujer.

Mi tío, como era de suponer, intentó recuperar su matrimonio. Dicen que habló con ella, que intentó cambiar. Que comenzó a complacerla, más si cabe, en todo lo que ella quería. Mi tía, por su parte, parecía querer enmendarse y hasta dicen que lo intentó, que trató de encontrar en su marido lo que sólo encontraba en otros hombres. Pero, tan cierto como que la cabra tira al monte, y el río al mar, la reincidencia de mi tía era sólo cuestión de tiempo. No le faltó, sin embargo, un poco de compasión con mi tío, ajado por la desilusión y la apatía, y comenzó a salir a escondidas de él, por no hacerle daño y por que no se preocupara, esperando a la madrugada y al sueño profundo de su marido para escabullirse. Él, cuando se dio cuenta, se enfadó con ella. Pero consciente de que aquello no había forma de remediarlo, resolvió asegurarse personalmente de que nada le ocurría, y terminó por llevarla él mismo, para que no fuera sola, y recogerla, cada vez que salía.

Al final… pasó lo que tenía que pasar. Mi tío, enamorado o no, seguía siendo un hombre que necesitaba cubrir unas necesidades, y acabó saliendo con otra mujer. Una camarera de un bar cercano al puerto, que le dio el cariño y la compañía que le negaba su esposa, y con quien terminó casándose un año después de la muerte de aquélla. Un año que guardó de luto y por respeto a quien le había hecho tanto daño, comportándose como es debido hasta después de su muerte.

Sobre mi tía y su último amor, sólo sé que fue el principio de su decadencia. Cuando él la abandonó –el primer abandono que sufrió de ningún hombre en toda su vida-, jamás volvió a recuperarse. Dejó de salir. Dejó de comer. Dejó de hacer y recibir visitas, y acabó enfermando. Y mi tío la cuidó hasta el último minuto de su vida. Dejándola sólo en los ratos en los que mi madre se llegaba a sucederle para los cuidados; ratos que él aprovechaba para visitar a su querida, que en la discreción y la confianza mutua lo esperaba pacientemente.
El porqué no se deshizo de mi tía cuando pudo, o porqué no la acusó públicamente para despecharla como mujer infiel… Según mi madre, fue por amor. Según mi padre, por cobardía. Pero yo creo que fue por bondad. Creo que mi tío tenía un corazón tan grande, que incluso en la miseria de una persona tan egoísta como fue mi tía en vida, pudo ver más allá de las apariencias y descubrir a un ser indefenso y frágil, abandonado, igual que él, por la persona que amaba, y necesitado de más amor y cuidados de los que él había necesitado jamás.
No la abandonó, a pesar del daño, y a pesar de haber encontrado otro hogar en el que era querido y necesitado. Se dedicó a confortarla y comprenderla, y a darle el cariño que ella no había sabido darle a él.


Mirando atrás, me resulta curioso que una mujer como mi tía, que había vivido para sí misma y a quien no parecía importarle nadie salvo su propia persona, acabara sus días muriendo por amor.
De su último amante, poco se sabe. Dicen que mi tío lo conoció cuando fue a buscarlo la noche en que murió su esposa, y que le dijo No te la merecías, pero te la has llevado.

Incluso después de su muerte tuvo la dignidad de defender ante el amante el valor de su esposa.

Después de aquello, vivió sus días en paz

Misterios de mi vida: misterio número 1

Tendría seis o siete años, no más, y era una tarde de verano. De esas tardes en las que el sol castigaba a conciencia la ropa tendida y la pintura de los portales, y la siesta, acatada de forma religiosa y en masa, se dilataba en horas delante del televisor.
A poco que uno se molestara en escuchar, se podía oír con claridad la recogida de platos y la sintonía final del Telediario sonando en todas y cada una de las casas. En la calle, nadie. Sólo yo. Huyendo de un hogar con más gente que espacio y en el que, a esta hora, no había hueco ni paciencia para juegos infantiles.

Llevaba, en una mano, una pelota de tenis. En la otra, nada. Y ya está. Sólo necesitaba una pared a la que importunar y donde practicar una especie de pelota vasca, solitaria y repetida. Bote, mano, pared. Bote, mano, pared.

El problema, aquella misma tarde, era que no tenía pared en la que jugar. Justo el día anterior, un vecino por encima del local desocupado que me servía de frontón me había advertido, con la impaciencia y las malas maneras con que los adultos suelen dar a los niños su primer aviso, que me fuera a botar la “dichosa pelotita” a otra parte. Y yo, obediente, me había ido a otra parte. A mi casa, concretamente.
Pero esa tarde, ya no podía quedarme en casa. Y allí estaba. En la calle. Con pelota, y sin pared.


Vivía en el bloque de enfrente, en el bajo, una anciana (no diré adorable) llamada Lola. Lolaladelbajo. Así, todo junto. Más conocida como La Lola de España -mote posterior asignado por alguno de los más revoltosos de la calle, y sacado de algún anuncio sobre La Moda de España con el que por aquél entonces nos bombardeaba El Corte Inglés-.
Lola, como digo, vivía allí, en el bajo. A pie de calle. Con la pared de su dormitorio colindante con el área de juego infantil; la gran tentación –y las pocas luces del arquitecto- enfrente de nosotros los niños, y a la que evitábamos con la fuerza de voluntad que sólo puede dar la necesidad.
Porque nadie se atrevía a molestar a Lola. Ya fuera por la mañana, por la tarde o a mediodía. Sus regañinas eran terribles, severas. Lola era ese personaje que cada vez que se hacía presente nos paralizaba a todos, haciendo que nos preguntásemos, interiormente, si vendría por alguno de nosotros o si salía simplemente a dar un paseo.
Implacable Lola.
Solitaria Lola.


No calificaré de atrevido, ni siquiera de inconsciente, lo que hice aquella tarde de verano. Sabía que Lola estaba en casa, la había visto bajar la persiana de su cuarto un rato antes. Y sabía lo que iba a suceder. Quizá no se me ocurría nada mejor, o sólo buscaba una excusa para marcharme a casa de nuevo, pero me levanté, cogí mi pelota, y comencé a botarla contra la pared de Lola.

No puedo asegurar cuánto tiempo estuve jugando. Una hora. Dos. No lo sé. Lo único que recuerdo, y que se ha convertido en uno de los misterios más grandes de cuantos me han sucedido, es que Lola no salió a reprenderme. No salió.

Pasó la tarde. Se acabó el juego. Bajaron otros niños. Y por fin llegó el atardecer, y con él la fresca, que era esa brisa de noche veraniega que despierta calles y gentes. Las vecinas también bajaron, con sus sillas plegables a charlar en las aceras. Los vecinos al bar, por su copita en la terraza. Y Lola salió de su casa, equipada también con una silla, y sin decir nada, se sentó junto a las demás bajo la luz de las farolas.
Ni siquiera me miró. Ni siquiera parecía molesta.
Tuve un momento de reflexión, en el que decidí no volver a tentar la suerte. Y es que aquella vez, fue la primera y única que jugué en la pared de Lola.

martes, 7 de julio de 2009

Bajo las ruedas

Soy un ser de otoño en una primavera extraña.
Una figura gris en una calle desierta.
No existe comunión ni bautismo que me libere del pecado original.
Llevo el estigma de Caín pegado a la piel,
y todo aquél que la toca se contagia.

jueves, 2 de julio de 2009

Karaoke

La mano de dedos finos deja la taza sobre la mesa. Las uñas impecables, curvadas el grado ligero y exacto de la elegancia acompañan sus movimientos livianos, delicados, frágiles. No hay cabello que caiga con mayor gracia, ni nariz tan adorable y sensual, ni cuerpo tan bien formado y sugerente en toda la cafetería.
Su acompañante se relaja sobre los brazos de la silla. Sobre ambos a la vez. Desparramando su cuerpo de hombre, sus piernas de hombre, por todo el espacio que ella no ocupa.
No parece afectarle esta falta de decoro. Se encuentra por encima de las cosas mundanas, como si ni un ápice de vulgaridad pudiera tocarla.
María la imita. Imita sus gestos. Su peinado. Su forma de hablar. La imita desde que eran pequeñas. Imita hasta sus defectos. Sus escasos y encantadores defectos.
Cuando Inés peinaba sus muñecas con el cepillo de mamá, María peinaba sus muñecas con el peine de mamá. Cuando Inés se caía saltando a la comba, y se reía, María tropezaba saltando a la comba, y se reía. Las clases de danza fueron para ambas, elegidas por Inés. La carrera de enfermería la terminaron ambas, María un año después que Inés.
Cuando Inés se casó con Roberto, economista, bien situado, María comenzó a buscar marido. Lo más parecido que encontró fue a Miguel, profesor de instituto, y se casó con él.
Sentados los cuatro en la tarde de marzo, conversan sobre temas triviales con miradas triviales y sonrisas triviales. Modelo y réplica. Original y copia.
A Inés no parce importarle, es más, se diría que incluso le agrada que su hermana vaya siguiéndola, caminando por donde ella pone el pie. Grabando la historia de su vida como al dictado, como quien sigue una frase. Cantando la misma canción, usando las mismas palabras, entonando de forma obediente la melodía que va dictando su karaoke.

Las cinco y cuarto y un gesto inoportuno. Un roce desacompasado. Una muestra de cariño a destiempo, inesperada.
No es más que simple curiosidad lo que lleva a Inés a preguntar a su hermana, con la taza nuevamente en sus labios, a qué se debe ese acaramelado impulso.
Medio sonrojo, casi media sonrisa y una completa e inequívoca mirada cómplice entre amantes.

-Bueno… la verdad es que no queríamos desvelarlo tan pronto… pero ya que has preguntado… Voy a decírselo cariño –pide permiso a su derecha. Asentimiento comprensivo. Las manos abrazadas unas a otras y la emoción compartida de la noticia a punto de desvelar-. Pues que Miguel y yo vamos a tener un bebé.

La taza rueda por el suelo. Roberto salta de la silla sacudiéndose los pantalones. Inés perpleja, inmóvil, ni siquiera escucha las protestas. No dice palabra. Simplemente no lo comprende.
Miguel coge las manos de su mujer y la incita a levantarse. El brazo rodea su cintura y la risita es breve pero audible.

-Menuda sorpresa ¿no? Muchas gracias por el café pero ahora debemos irnos. Precisamente dentro de media hora vamos a hacernos la primera ecografía.

Giran para salir e Inés no se mueve. No habla. No reacciona.

Se rompió el hechizo. Terminó la música. Se acabó la fiesta.


martes, 23 de junio de 2009

Solos

A nuestras penas y tristezas
¿quién vendrá a consolarlas?
A nuestros sueños no cumplidos
¿quién vendrá a escucharlos?

¿Quién recogerá las horas de congoja
en el tiempo de agonía
y secará las lágrimas,
saciará el anhelo,
arropando el llanto,
destruyendo el miedo,
en el baile de las despedidas?

¿Quién consolará el dolor,
el dolor nuestro de cada día,
cuando expuestos queden en la batalla
de nuestras propias equivocaciones
el cuerpo quebrado,
el alma marchita
de soledad?

¿Quién nos brindará una rosa
en la mañana venidera
y sembrará el arroyo
sanador de heridas,
resarciendo pérdidas,
rescatando muertes
de la hoguera del olvido?

¿Quién alabará nuestro valor?
¿Quién reconocerá los méritos?
¿Quién nuestras virtudes?
¿Quién comprenderá el sacrificio?
¿Quién las razones?

¿Quién vendrá a compensarnos
en la espera infructuosa
por nuestro perpetuo esfuerzo
de seguir viviendo?

Para Mario

viernes, 22 de mayo de 2009

Dependencia emocional

El teléfono está sonando pero no lo voy a coger. Ya sé quién es y por eso no lo cojo.
Este movimiento en contra, esta no acción es como clavarme una estaca en el pecho. Un exorcismo necesario. Pues si lo cojo estoy perdida.
Ahora mismo, en la distancia con que me salvan los kilómetros de este cable de cobre, o de fibra óptica, o de lo que sea, estoy a salvo. La distancia me mantiene a salvo. Pero si descuelgo... si descuelgo estoy perdida. Es esa voz... Pequeña... me llama. Pequeña.
Nunca dice mi nombre. Es muy listo. Eso se lo guarda para salvar los momentos difíciles. Para cuando no le queda más remedio. Para cuando mi alejamiento intenta volverse un poquito más fuerte que él. Y él, con la inoportuna certeza que le da el conocerme, utiliza su recurso infalible. La artillería pesada. El plomo de esa palabra pronunciada de sus labios que cae en mí como una granada de mano. Que me explota y que me ciega. Que me arranca las voluntades para dejarme a su merced. Desvalida. Derrotada.
No. Mi nombre no lo pronuncia. Me acaramela. Me ablanda con su dulzura. Sabe cuándo y en qué grado debe serlo. Me arrastra hasta él sin mover ni uno solo de sus finos cabellos. Me roba la vida y me la devuelve a su antojo. Como un muñeco de barro entre sus dedos mojados. Expuesto. Indefenso. Maleable a placer.
La culpa, el principio de mi decadencia fue una mirada. Sus ojos de lobo y la sonrisa depredadora. El peligro escrito en la piel y en cada palabra.
“Aléjate…” era la voz del instinto, luchando contra el deseo insensato y el riesgo permitido.
Sólo una vez, sólo una... Presa inocente e ingenua.
Me convertí en un despojo, en un juguete arrinconado. En una peonza que baila sólo cuando él me hace girar. Inquieta. Estática. Inerte si no me toca. Caída bajo el antojo de su propia fuerza, de sus manos poderosas.
Es la última vez. Me digo. La última.
Son estos días sin conciencia, este devenir a su merced lo que lo vuelve inadmisible. No contestaré. Seré fuerte. Sólo debo alejarme de aquí.
Mi debilidad ante su persona acumula furias en mí. Hay días que incluso sería capaz de pegarle, de arrojarme a su pecho con los puños cerrados, de maldecir cada golpe de ira en castigo por mi propia incompetencia. No pasaría nada, desde luego. No le lastimarían estos bracitos míos que apenas pueden defenderse.
Hace poco estuvo dos semanas sin llamar. Sin aparecer. Sin nada. Nada. En los ratos en que lo daba por perdido se cernía sobre mí la desolación del final. Se fue. Me abandonó. En el fondo, lo sé, es lo mejor que podría ocurrir.
No lo voy a coger. No lo haré. Me gustaría verle la cara cuando se dé cuenta de que no lo cojo. De que por una vez soy yo quien decide, la que impone su voluntad y se mantiene firme.
Ha dejado de sonar. De repente. Sé que esperaba esto pero un vacío sin fondo, un instante de pánico parece haber fundido el aire que me envuelve. Mis pensamientos desesperados luchan por evitar lo inevitable. Me pregunto qué clase de poder dicta mis actos. Tranquila... respira... sabes que esto es lo mejor, la independencia que te devolverá la vida.
En un segundo vuelve a sonar. El timbre monocorde y familiar que me liga a la esperanza, que licúa el oxígeno estancado, que devuelve el flujo a los pulsos de mi sangre. Es como un acto reflejo. Un espasmo sin control ni pensamiento, automático ante el terror de la ausencia, ante la supervivencia a cualquier precio.
No ha sido intencionado, ha sido por error... que tengo este auricular en mi oído.

-Hola pequeña... –desde más allá de la habitación, de las calles, más allá de mí misma y de mi comprensión, su voz es reconocida y aceptada. Mis ojos se cierran despacio mientras mi cabeza se inclina con pesar de esta fiebre que me descompone el alma. Me atrapó. No puedo moverme. Ni escaparme. Una densa bruma me rodea trayéndome de vuelta el anhelo más primitivo. Mi espíritu está derrotado. La reclamación es innecesaria. El silencio otorga y concede. La voz que vuelve a curar la herida la convierte en sólo un recuerdo. Se esfuman mis contornos con el susurro de dos palabras y el lejano intento de una inútil determinación disipada en el vacío.
Es tarde. Muy tarde.
Ya sólo me queda rendirme.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Ocaso

El barreño de plástico rojo, rebosante de ropa húmeda, pesa más de lo que debiera. Trasladarlo del lavadero hasta el poyete del tendedero se ha convertido en una prueba de resistencia. ¿Desde cuándo? No lo recuerdo. Todo ha sido progresivo. Pausado pero implacable.
Tengo que descansar, unos instantes, antes de empezar a tender. Ahora es cuando mis manos comienzan a quejarse al contacto con el frío y la humedad. Es algo a lo que uno se habitúa, el dolor. Lo que no quiere decir que sea más soportable sino que llega un momento en el que te das cuenta de que algunas cosas son inevitables, como tu propia e individual degeneración. Y te resignas.
Cierro la ventana para ahuyentar el viento de enero y los malos augurios. En la casa hay silencio pero hace tiempo que no lo escucho. Recuerdo… me gusta recordar cuando Maribel me traía sus niños. Pequeños rufianes que me volvían loca. Eran como un soplo de vida para mi alma decrépita. Hace mucho que no los veo. Se me ocurre que en el ocaso de la existencia uno comienza a vivir más desde los demás que desde uno mismo. Incapaces de crear propias experiencias, cogemos prestadas las ajenas, como quien vive la historia del libro que lee.
Camino hasta la cocina y guardo el barreño en el armario. Una de las puertas ha comenzado a desvencijarse en solidaridad con su dueña. Nadie va a venir a arreglarla. Tampoco haría falta. Qué más da una puerta. Un grifo que gotea. Una pared que se desconcha. Qué más da. Cuando uno llega a estas edades deja de ver esas cosas.
Cojo las patatas que compré a mediodía y con el cubo de la basura delante me siento para pelarlas. Esta es otra historia, sentarse. Cada vértebra me hace un reproche, una regañina por los excesos de mi juventud. En aquella época no protestaban tanto.
Conforme voy pelando me acuerdo de Domingo y de sus gustos para la tortilla de patatas. Muy hecha, con el huevo bien cocido y la cebolla bien dorada. Casi no me doy cuenta, pero he pasado tanto tiempo cocinando para él que ahora que no está no sé hacerlo para mí. Acabé, por así decirlo, por tener sus mismos gustos. Y ahora ni siquiera se me apetece preguntarme cómo me gusta a mí, realmente.
He pelado demasiadas, como siempre. Y como siempre guardaré las sobras en el frigorífico. Y como siempre mañana me olvidaré de revisar la comida que tengo guardada y volveré a comprar para el almuerzo.
Me hacen bien, sin embargo, estos vacíos en la memoria que me obligan a salir. Qué sería de mí si no lo hiciera. Maribel me lo recuerda cuando viene, que salga, cada día, aunque ella cada vez viene menos. No puedo reprochárselo. Es joven, lo que significa que le sobran fuerzas y le faltan ganas para visitar a una vieja. Yo tampoco lo haría si estuviera en su lugar. Si estuviera en su lugar… qué haría. Es curioso, pero ahora que lo pienso, no me arrepiento de nada de lo que he hecho, ni siquiera de aquello en lo que pude equivocarme. Y sin embargo, y quizá sólo sean caprichos de esta mente caduca, sí me lamento por lo que dejé escapar. Por aquello que no aproveché.
Almuerzo sola en compañía del televisor. Sintonizo un programa que ponen sobre esta hora que me gusta mucho. Salen mujeres, algunas casi de mi edad, buscando marido. Qué gracia me hacen. Lo mejor de todo es que algunas hasta lo encuentran. Yo ya no estoy para estas tonterías.
Recojo la mesa y deambulo hasta la cocina nuevamente. Mis idas y venidas por la casa se asemejan más a una penitencia que al paso cotidiano de los quehaceres. De fondo, se siguen escuchando las risas que salen desde el plató y llegan hasta mi salita. Me acompañan en mis tardes solitarias. Friego los platos, intentando ignorar nuevamente el agua sobre mis articulaciones desgastadas, limpio la cocina y vuelvo a la salita, y me siento frente al televisor en un sillón reclinable que me trajeron Maribel y su marido poco después de la muerte de Domingo. Es lo más nuevo que hay en la casa. Tiene una zona acolchada, en la parte de los pies, que se alza para tumbarse, pero como no sé abrirla, nunca la uso.
Me gustaría coger un libro y leer algo, pero fijar la vista en esas cositas tan pequeñas me cansa demasiado. Antes lo intentaba. Ya no. Ahora acaba el programa y comienza un documental de viajes. Me gustan estos documentales. Salen gentes muy lejanas, aguas muy azules, pueblos de colores que ya jamás visitaré. Mientras el narrador, un joven que tendrá los mismos años que Maribel, va mostrando las calles de una ciudad, el sol se abre camino a través de mi ventana. Con sigilo, comienza a calentar mis huesos. Con el sonido de fondo del joven viajero voy cerrando los ojos, intentando reposar el cansancio de muchos años en una sola siesta de invierno. Cuando despierte ya estará atardeciendo. Quizá llame Maribel, y si no llama, quizá planche un poco. Me entretendré en hacer la cena. Me quitaré esta ropa y me pondré el pijama. Cuando anochezca vendrá Javier, un muchacho que vive en el tercero, para bajar, como cada día, mi bolsa de basura a cambio de un euro. Y cuando se marche me iré a dormir. Asentaré mi cuerpo en mi mitad del lecho, respetando aún el hueco vacío de Domingo. Pondré su radio en mi mesita para que me hable mientras duermo. Pero antes un pensamiento. Un ruego y una oración. Por Maribel y su marido. Por mis nietos. Por mis padres, mis hermanos y por Domingo, que ahora está con ellos. Y por mí misma, para que me los encuentre, cuando quiera Dios que sea que vuelva a verlos.

martes, 19 de mayo de 2009

Autodeterminación

Es domingo. El último domingo de mayo. Y tengo diez años. Ya conozco el ritual: cuando mamá se levante vendrá a mi cama y me despertará con un beso y caricias en mi cabeza. Sus palabras dulces intentarán hacerme más llevadero el trance del mundo inconsciente al mundo tangible y yo me daré la vuelta entre protestas para dormir un poquito más. Ella, cual magnánima reina y gobernadora me concederá ese ratito en dispensa mientras comprueba, por enésima vez, que está preparado mi traje. Mi traje de comunión.
No debo demorarme mucho para no hacerla enfadar. La paciencia materna, en contra de la opinión común, tiene unos límites muy definidos. Aunque por ser hoy día tan especial quizá me conceda el beneficio de su comprensión un poco más allá de lo que me tiene acostumbrado. Me ofrecerá mi desayuno favorito que yo apenas tocaré debido a los nervios. Me duchará a conciencia y yo me dejaré hacer, balanceándome entre sus manos firmes que me limpian con la esponja, que me secan con la toalla, que me perfuman con colonia.
Todos se arreglarán con prisas. Que dónde has puesto los gemelos, que mira el lazo de los zapatos de la niña que se ha despegado, que vamos a llegar tarde… Y luego, por fin en el coche, mi madre volverá su mirada atrás, hacia mi hermana y a mí, y con su sonrisa deslumbrante me preguntará: -¿Estás nervioso cariño? No pasa nada. Sólo piensa que vas a estar con tus amigos. Ya habéis ensayado esto muchas veces. Será como siempre. Tú tranquilo y verás que todo sale bien.
Pero yo no responderé, porque los dos sabemos de qué estamos hablando y lo que ella no sabe es que es precisamente eso, encontrarme con mis amigos, mis compañeros de colegio, mis primos, y todos los adultos que te miran sonrientes como si hoy fueses una persona diferente al resto de los días, que no lo soy. Y su atención, y las bromas, y las risas, y el pellizcarme las mejillas como hace el abuelo, y todos que me dicen “¡Pero qué guapo!” y mis amigos que estarán jugando en la puerta de la iglesia y me verán llegar y entraremos todos solos, sin familiares, y la iglesia que aún estará vacía será ocupada por nosotros , cada uno con su papel en la mano, con su guión protagonista en la representación de hoy. Y será eso, eso más que nada, la responsabilidad de la independencia, cuando cientos de ojos te vigilan y tú, que aunque te lo sabes de memoria no puedes evitar sudar y rascarte las manos deseando quitarte los guantes, sabiendo que no puedes, que aún te quedan dos horas, ciento veinte minutos de desesperada atención continua y que acrecientan el nerviosismo que te lleva a lo que tú ya sabes, y como ya lo sabes no puedes evitarlo, y como no puedes evitarlo sucede, y cuando sucede ya puede venir el fin del mundo que nadie te libra del bochorno ni de las burlas que serán comentadas durante los años venideros, y hasta es posible que a mis hijos les cuenten cómo su padre sufrió de incontinencia urinaria el día de su primera comunión.
Por eso mi madre hoy no va a despertarme. No me encontrará en la cama. No me preparará ningún desayuno, ni me limpiará ni me vestirá. Porque hoy, antes de que amaneciera, he cogido sus llaves y he huido de casa. He cogido el primer autobús que me llevase a la playa y aquí estoy, esperando a que me encuentren. Porque lo harán, estoy seguro, pero será demasiado tarde. Y ya no habrá ceremonia multitudinaria, ni familiares alrededor, ni mis amigos jugando en la puerta de la iglesia. Haré mi primera comunión un domingo cualquiera, sin fiesta ni celebración. También recibiré mi castigo. Sufriré la ira de mi padre, y el sufrimiento acongojado de mi madre, ése que te llega muy adentro, hasta el alma misma de los remordimientos y que te convierte por un instante en la persona más ruin de la tierra. Estaré un mes, quizá dos, sin salir de casa y casi sin jugar. Y pese a todo, también, recibiré mis regalos, y nos iremos de viaje este verano, pues los billetes ya están comprados y nadie quiere perdérselo. Y yo me habré librado del mayor bochorno de mi vida, como aquel niño, el hermano mayor de un compañero de otro curso, a quien huir le funcionó. Así que a mí también.

En compañía

Elena conduce por una carretera secundaria, experimentando por primera vez la sensación de libertad que le proporciona el guiarse a sí misma al volante de un vehículo con sus recién estrenados dieciocho años.
Hace una mañana clara y alegre, acorde con su ánimo y sus ganas de exprimir la vida.
En el camino, a un lado de la carretera, hay un joven haciendo autostop. Elena para y el joven sube al coche, sonriente, y le da las gracias. Ella lo mira. Es guapo. O más que guapo, atractivo. Puede que tenga su misma edad. Porta una mochila ligera y ropa informal. Elena arranca de nuevo y emprende la marcha. Entonces comienzan a conversar. Se presentan. Se interesan el uno por el otro y pronto también bromean. Se ríen juntos. Comentan el paisaje, las casas y las gentes que van dejando atrás en la carretera. Se hacen compañía.
A veces, a pequeños ratos, se produce algún silencio que a ninguno de los dos incomoda. Al poco, vuelven a dialogar. Se cuentan anécdotas, pequeños retazos de su vida. Vuelven a reír. Pero, conforme el camino se alarga, van perdiendo conversación. Ya lo saben todo el uno del otro y los silencios comienzan a ser cada vez más prolongados. Por fin, el joven le pide a Elena que pare, que lo deje allí mismo para que lo recoja un coche distinto, con un conductor distinto que lo lleve a otro lugar. Elena está de acuerdo y para a un lado. El joven baja. Ambos se despiden. Y Elena continúa sola su camino por la carretera secundaria.

Elena conduce por una carretera secundaria una mañana de nubes grises. Apenas se fija en el paisaje ni en la conducción. A sus veinticinco años ya ha adquirido para ella el hecho de conducir la cualidad de hábito mecánico, que ejecuta sin pensar. Va reflexionando sobre una decisión importante que tiene que tomar a esta altura de su vida.
Como no acaba de decidirse, resuelve relajarse y dejarlo para otro momento. Es entonces cuando ve a un hombre que le hace señas desde un lado de la carretera. Elena para el vehículo y el hombre le pide que lo lleve. Elena accede, como hiciera siete años atrás con aquel joven y el hombre, sonriente, entra en el vehículo y le da las gracias. Es un hombre bien vestido. Formal. Quizá tenga unos diez años más que Elena, pero eso a ella no le importa. Le gusta y disfruta de su compañía mientras sigue conduciendo. Conversan sobre infinidad de temas. Es un hombre culto y eso a Elena le fascina. Es capaz de hablar de cualquier cosa incluso al detalle. Ella lo escucha, atenta y admirada, pero pronto comprende que no le presta atención, que tan sólo se dedica a hablar, a exponer sus conocimientos ante ella, sin importarle realmente lo que ella opine. A los pocos kilómetros Elena está cansada de escuchar a aquel hombre y prefiere seguir conduciendo sola. Así que se lo dice y para el vehículo a un lado del camino. El hombre, sorprendido, no entiende la decisión de Elena, pero acaba accediendo. Se baja del coche e intenta, asomado a la ventanilla, que Elena cambie de opinión. Ella no lo hace. Le dice adiós y reemprende la marcha.

Elena conduce su vehículo por una lluviosa y angosta carretera secundaria. El barro, adherido a las ruedas, muestra el surco de su paso por aquel camino. Pero Elena no lo ve. Ni siquiera se da cuenta de la lluvia, tan absorta como está en sus problemas personales, que parecieran multiplicarse con el tiempo. A sus treinta y dos años todo le parece muy complicado y más difícil de resolver. Es tanta la concentración que lleva en sus conflictos íntimos que casi pasa de largo al hombre que está sentado de espaldas a la carretera. No se mueve. Se limita a contemplar estático el horizonte. Se encuentra a la intemperie y la lluvia ha calado su ropa por completo. Ni siquiera lleva un chubasquero, pero nada de esto parece importarle.
Elena para a su lado y lo observa. El hombre ni siquiera se da cuenta de ello. Ella baja la ventanilla y lo llama. El hombre se vuelve, con calma, y la mira. Se miran, pero ella no ve nada en sus ojos. Ni siquiera tristeza. Pareciera que el hombre hubiera traspasado ese estado de melancolía y hubiera llegado a otro estado en el que ya no hay nada. En sus ojos hay nada.
Elena le invita a subir al coche y el hombre, tras meditar unos segundos, accede. El agua y el barro que lleva consigo impregnan el asiento y el suelo de su coche, pero a Elena eso le trae sin cuidado. El hombre no habla, así que ella decide iniciar una conversación. Al principio el hombre sólo escucha, pero pronto se anima a participar. Poco a poco, se abre a ella. Conversan de forma sosegada, o callan, compartiendo el silencio. Y algo muy extraño sucede en ambos, pues por primera vez sienten paz. Y en paz conduce Elena, en compañía del hombre. Pero algo inesperado, repentino, turba la conducción. El cielo se despeja de repente y Elena comprueba que se ha equivocado de camino. Para, intentando orientarse y arranca de nuevo corrigiendo el rumbo. El hombre, sin embargo, le pide que lo deje allí. Ella lo mira sin comprender, pero el hombre insiste, así que Elena lo deja marchar.
El hombre se baja y se sienta allí mismo, de espaldas. Elena se queda unos minutos, casi horas, contemplándolo. El hombre no se mueve. Una profunda tristeza de pérdida y soledad la invade cuando emprende la marcha. Por el espejo retrovisor aún puede ver al hombre sentado, mirando al infinito.
En el camino de Elena, comienza otra vez a llover.

lunes, 18 de mayo de 2009

Fauna de bar

A la izquierda, en la mesa uno, un matrimonio cuarentón. O cincuentón. No sé. Lo que es evidente, lo que resuena en el espacio circundante a su tedioso e insoportable hastío, son sus inútiles y penosos intentos por recobrar el ánimo que hace muchos, muchos años tuvieron. Otra pareja que intenta recuperar lo imposible. Que intenta tener los años que ya nunca tendrán, obcecados en la farsa desdichada y patética de no saber aceptar que están hartos el uno del otro. Que ya no les mueve nada. Que cualquier cosa sería mejor (y cuando digo cualquier cosa me refiero a cualquier cosa) que ir muriendo lentamente en cada noche de sábado.

Un poco más allá, a escaso metro y medio y abstraídos de todos los habitantes de este claroscuro tugurio, una pareja joven. Veinte y tantos. El contraste es trágico y aniquilador cuando, en la distancia donde yo me encuentro, se pueden observar ambos escenarios. Las ganas contenidas de ir más allá de lo decorosamente aceptable en un bar (que es poco menos de lo que puedan hacer a solas), las miradas y los labios encendidos y ese miedo angustioso (y por otra parte lógico) a perderse mutuamente. Disfrutad, disfrutad… les digo. Poco pueden sospechar que en menos tiempo del que imaginan serán absorbidos, sin salida y sin remedio, por la decadente espiral que ya ha engullido cada minuto de la vida de sus vecinos de al lado.

En la zona de juego, un pequeño grupo de adolescentes ha tomado posesión de las máquinas de billar. Se ríen. Se ríen por todo, hasta de lo que no tiene gracia. También se pelean, pero sólo de palabra. Qué fácil es marcar las etiquetas y distinguir el papel de cada cual. Está el gracioso. Evidentemente. En todos los grupos siempre hay un gracioso, si no dos. Luego está el gafe, el tonto, el invisible…Observo uno que me llama la atención: el pasota. Éste siempre me ha gustado, porque en realidad no es que pase de todo, sino que simplemente debe actuar como si nada le importara, aunque le importe, por la sencilla razón de que el puesto de honor ya estaba cogido, por supuesto, por el líder. Yo a éste lo llamo el chulillo, porque a esa edad ser líder de tu grupo de amigos se consigue sólo a base de chulerías.También hay muchachas. Claro. Muchachas que compiten entre sí por la atención del sexo opuesto. La que tiene pecho se pone un escote. La que no lo tiene, una mini minifalda. Incluso hay alguna que lleva de los dos.Yo no me veo en ninguna de ellas. Era de esa rara especie que no compite y por tanto, es ignorada, como el invisible. Me da la impresión de que las cosas no han cambiado tanto, pues sigo pareciendo invisible. Nadie me mira. Ni siquiera el barman. La pareja del tedio está sumida, por separado, en sus propios pensamientos. La pareja joven… bueno, no hace falta decir que la pareja joven ni siquiera sabe que hay otras personas en el bar. El grupo adolescente… no, tampoco me mira. No soy más que un icono, una pieza del mobiliario conocido de la noche del fin de semana. Alguno, alguna vez, me ha dirigido una mirada curiosa. Pero sólo eso.

Otras parejas conversan en la barra, a pocos metros de mí. Un hombre solo, el coleguilla del barman, intercambia algunas palabras con él mientras siguen con atención el partido australiano de tenis que están retransmitiendo en directo en el televisor de plasma. Pido otra cerveza. La última de esta noche. Mientras es servida, el barman se pierde un punto magnífico del posible ganador. Hace una mueca, molesto, pero se aguanta. Después de todo, soy un cliente y éste es su trabajo. Ya es hora de volver a casa. Me digo. Ahora que aún puedo encajar (aunque no en el primer intento) la llave en la cerradura. La televisión comienza a moverse en ondas desconcertantes y las voces ajenas se convierten en el ruido ensordecedor de mi propia culpa. Es falso eso que dicen por ahí que beber te hace olvidar.

Liquido mi noche. Salgo del bar. El aire es claro y mi mente turbia. Nadie me espera. Es algo normal. La invisibilidad es un estado al que uno termina acostumbrándose.

lunes, 16 de febrero de 2009

Sentada en la escalera

Sentada en la escalera
a la puerta de mi casa
en esta noche de verano

De algún modo estás conmigo

Las niñas corretean
Arriba. Abajo
Por el jardín
Arrancan briznas de hierba
Las lanzan al viento
A este viento que, por fin,
se llevó el sofoco de otras noches

Una flor adorna mi pelo
El aire es claro, como las risas
Recojo las rodillas en mis manos
Me balanceo
Suena la música lejana,
de un artista callejero
Tarareo su canción
Recuerdo la letra
Habla de un lugar extraño,
donde los deseos se cumplen
donde el cielo barre las ofensas,
y el perdón las calles

Me quedo en ese mundo
En esta noche, que es eterna
Creada para los sueños

Sentada en la escalera
A finales de verano
Nada es urgente
Nada importante

De algún modo estás conmigo

Una casa en el sur

Tengo una casa en el sur
de colores de otoño y sueños prendidos
y una veleta plateada
que brilla al despuntar el horizonte

Tengo un corazón quebrado
una mirada perdida
un sol en la puerta
y una fuente de piedra en mitad del camino
donde siempre es primavera

En su borde me siento a escuchar
lo que la vida quiere contarme
y me dejo acariciar por consejos
por bromas de amigos
y voces de juegos

Tengo una casa en el sur
de tardes de verano
a la sombra de higueras
de comidas tranquilas
y versos inventados
de olvidos y recuerdos
y días venideros

A su calor me abrigo en invierno
Siempre hay lugar para el que se cobija
y una puerta abierta para el que llega
A su respaldo se sientan mis pensamientos
y las conversaciones compartidas

Tengo una casa en el sur
y un día nublado de luz perenne

Tengo una suerte en las manos
un abrazo de amor
y un libro de cuentos

Tengo mil vidas
mil historias
mil perdones
y una esperanza despierta
en el centro de mi pesar

Tengo una casa en el sur
con ventanas saludando a la brisa

Tengo una casa en el sur
para todo aquel que quiera entrar

De noche

A veces,

Me siento en la ventana a observar la noche
La ciudad dormida es un ser extraño
No me dice nada
Me observa
O me ignora
En silencio

...en ocasiones

Una sirena pasa
Invasora
Penetrando en los oídos
Sin permiso y sin cautela
Tal como viene
...se aleja

Mil luces no alumbran
Sugieren
Perfilando sombras
Creando espacios

Los ruidos serenos
Contagiados de noche
Acompañan

Una canción, tu canción
Suena
Diferente
Atrapada después del ocaso

Se permite callar
Se permite la locura
Y el tiempo de los olvidados

No hace falta decir
Ni estar

En esta hora

A veces

No hace falta más

Gaviotas

Gaviotas alzando el vuelo una mañana de primavera
La época en que fuimos libres, y no lo sabíamos
El tiempo en que nada importaba, salvo recoger cada minuto de cada día
Fue el sabor de la alegría,
la delicia de descubrir
La búsqueda de los deseos, sin saber siquiera dónde buscar
El tiempo que nos regalamos antes del despertar. Antes de todo
Cuando éramos dueños de nuestro espacio,
de nuestro tiempo,
de nuestras propias decisiones
Cuando la vida no venía cerrada
Cuando el horario era un murmullo apenas audible, venido de un lugar desconocido
Cada amanecer era un regalo con el que comenzar el presente
Saboreábamos los manjares a su paso
Cogíamos las rosas al florecer
Devorando su olor, exprimiendo su esencia
Creando lo que vivíamos
Era la vida sin contención
El amor por el placer de amar
El tiempo de nuestra felicidad
El tiempo que fue nuestro porque nos quisimos
Que fue nuestro porque quisimos
Sólo nuestro
Completamente nuestro

...agua

Sumerjo la cabeza bajo las olas,
y el mundo desaparece en un instante
Ahora puedo pensar
Rodeada de este líquido amniótico, de la madre mar
Madre y Padre de todos
Dador y usurpador de vida

El mar es traicionero
Arrastra hacia las rocas a los incautos y los ignorantes
Me enfrento a él sin miedo
Pero con cautela
Mirándole de frente
Siempre adelante
Al mar hay que mirarle a la cara,
adivinarle los trucos, y las intenciones
Anticiparse a él
Detrás, suenan los gritos de los bañistas,
que saltan al unísono, al compás de las olas
Un, dos, tres...
Aún más atrás, en la orilla,
una bandera de color ámbar ondea al lado del socorrista
Precaución
Hoy no haré caso
La marea me absorbe, arrastrándome al mundo de la calma
Bajo la superficie

Mis pulmones vuelven a respirar
Los gritos ya son lejanos
Me ondeo con el balanceo de la masa. Me adhiero a su vaivén
Me arulla este lecho azul, profundo
Me adueño de él, como el capitán Espronceda,
donde no hay señores, ni tierras
Mi pies asoman por delante
Es un presagio
Ya no se oye el rugido del agua al romper
Ahora todo me sobra
Perdí mi traje de baño
Se fue, con la brisa, llevándose los malos augurios
Ya estoy completa
Me espera el anhelado silencio
La armonía perfecta
Ya no hay temores, ni valentías
Estoy bien, tranquila, sonriendo en este letargo, aún despierta
El sol es generoso esta tarde
Seca mis mejillas y mis pestañas húmedas
La sal no marchita mi sueño
El mar me lleva
Adentro
Más adentro
Más adentro

Volver





Más de veinte años hacía que no te subía. Lo recuerdas ¿verdad? Aquella vez iba acompañada. Guiada a través de tus caminos. Muy pocas veces me he permitido andar por tus senderos de sol sin andantes y he ascendido las pendientes traicioneras, los ríos de rocas que sucumben al pasar, fluyendo bajo las pisadas, deslizándose y haciéndome caer. Me costó vencerte... un poquito. Tampoco hay que exagerar. Tantas vidas has contemplado desde arriba, entre ellas la mía. Subir a ti para cambiar posiciones es algo que siempre reconforta, para que no seas tú por una vez quien me observe desde tu cielo y yo, pequeñita, te alce la cabeza en el llano de tus faldas. Cargada la cámara a la espalda y aferrada a tus muros, a tus grietas, cuidando cada paso para que no me venzas y me deje derribar. Lo cierto es que al fin en tu cima, recuperando oxígeno y equilibrio, sorpresivamente me la encontré ocupada. Alguien contemplada estático las extensiones de tus tierras.
Acaso buscando la soledad.
Al igual que yo.

El salto

El salto de Schumann, por Peter Leibing



















Un presente que se oscurece día a día
una oportunidad
un cambio
un salto
Lanzarse sin saber dónde aterrizar
Partir con lo puesto
Arriesgarse
Vivir
Encontrar lo esperado
o no
Ganar
y perder

¿Le salió bien a Schumann?
¿Vivió feliz?
¿O arrepentido?
¿Escapaba?
¿O sólo cambiaba?

Mudar la vida
es
acertar
y equivocarse
vivir
y perecer

A veces sólo hay un camino
Sólo un salto posible

Hacia delante.

Entre las sombras


















Entre las sombras, oculta
En el jardín nocturno,
crece la flor escondida
Donde el sol no calienta la tierra,
ni la lluvia humedece
Donde nadie se asoma
Hace tiempo que pasó el dolor
El miedo se tornó miseria,
en ese lecho de muerte en vida
No llega hasta mí su perfume
No alcanzo a verla siquiera
Pero oigo su voz; es su testigo:
¡Sigo aquí, no me olvides!

Pasteles

Una bandeja de pasteles apoyada sobre la mesa.
El surtido es sugerente. Completo. Exquisito.
El niño duda, sólo un instante, y se decide por el enorme trozo de tarta con cobertura de chocolate y fresa.
La madre, enfrente de él, sabe porqué lo ha elegido. Ha sido el muñeco de nieve de azúcar, coronando el pastel.
Sabe que no se lo comerá entero. Es demasiado grande.
Vacila por un momento, y decide callar. Sabe que habrá pelea y hoy no quiere discutir.
Ella mira la bandeja. Hay tiramisú, de mousse cremoso y espolvoreado con polvo de chocolate. Cremas de frutas, rematadas de moras silvestres y finas hojas verdes. Rollito de moka y almendras, tarta de ciruelas con crema tostada. Hay de coco, de manzana, de plátano con buñuelos... La elección es difícil.
Hace un amago de coger uno, pero retrocede. No debería elegir uno grande. Hay que mantener la línea.
Quizá uno de los pequeños. O ninguno.
No. Por lo menos uno pequeño. A saber cuándo volverían a ponerle por delante postres tan deliciosos.
El camarero espera. Ella alarga la mano y coge el diminuto pastelillo de kiwi, adornado con tres líneas de chocolate y un trozo de castaña glaseada.
Lo deposita en su plato. Apenas tiene el tamaño de un canapé. Observa su minuciosa confección, antes de saborearlo en dos bocados. El pastel no daba para más. Mira a su hijo, que ya ha devorado al muñeco de nieve y ahora está dando buena cuenta del chocolate, esquivando la fresa y la crema entre los trozos de bizcocho.
Cuando ya no queda nada del dulce baño espeso de cacao que lo cubría, el niño se levanta, feliz y satisfecho, aún mirando de reojo su plato, al que dejó como si un grupo de guerreros diminutos hubiera asaltado la fortaleza marrón y arrancado su tesoro exterior. Se limpia toscamente con la servilleta y se dirige corriendo al tobogán.
La madre lo ve alejarse. Mira el plato de su hijo. Las ruinas que quedaron después del ataque. Luego mira su propio plato. Sólo una pequeña mancha verdosa le indica que allí hubo un pastelillo que ya ha sido consumido. Vuelve a mirar a su hijo. Lo ve subir las escaleras y deslizarse, abandonado, por la fuerza de la gravedad que lo transporta hasta el suelo. Salta. Se pone en pie. Escala por el tobogán en sentido inverso. Se vuelve a deslizar. Ahora sube de nuevo por las escaleras, ajeno ya a la comida y a su madre. Ella baja los ojos y vuelve a contemplar la mesa, y se pregunta, apenada, en qué momento de su vida perdió la capacidad de disfrutar.

La ladrona

- Señorita, es usted una ladrona.

- ¿Por qué dice eso?

- Me llevó hasta la orilla del mar. Paseamos por la arena. Nos sentamos en las rocas. Usted me besó.
Recorrimos prados de trigo y caminos de atardeceres. Hizo brillar y apagar el cielo. Movió los astros a su antojo.
Me engalanó de miradas, y de vida. De dulces sonrisas y placeres eternos.

- ¿Y por qué dice que soy una ladrona?

- Porque me ha robado el alma.

- Ah. Usted perdone. Aquí tiene.

En el pupitre

Sentada en el pupitre, una niña de ocho años, repite la lección; entonando esa cancioncilla, a la par de veinte voces, que como una sola... Cuatro por una cuatro... Cuatro por dooos ocho... Cuatro por treees doce... Cuatro por cuatrodieciséis... Cuatro por cinco veinte...
Calla cuando todos callan. Obedece cuando debe obedecer.
Qué diligente esta chiquilla, comenta la profesora a otro profesor. Qué aplicada.
Malacostumbra a sus educadores. A resolver los problemas, a finalizar los exámenes impecablemente, a rellenar su cuaderno con los deberes traídos de casa.
La malacostumbran a ella.
Le hacen creer que la vida es eso: comprender las matemáticas; recitar de memoria los versos de Bécquer; aprender la interminable sucesión de reyes.
Nadie le explica que uno más uno a veces no suman dos, ni porqué el poeta necesitaba escribir esos versos, ni qué significan el poder, la avaricia, o la guerra.
La visión de su existencia se resume en una silla y una mesa. Unos libros y unas hojas. Un lápiz y unas notas.
Diez en geografía. Diez en naturales. Diez en química.
Qué fácil es aprender la lección escrita.
Pero quién, ¡ay pequeña! ¿Quién te enseñará a vivir?

La orilla

Una mujer vive sentada en una orilla.
La gente pasa, con prisas, con calma, observando el camino conforme se abre a su alrededor, o demasiado absorbidos en sus pesares o deseos.
Ella los ve caminar, en sus pasos distraídos ajenos a su mirada, y no les dice nada.
A veces, sólo de vez en cuando, alguien le dirige sus ojos, la ve, y ella le habla. Y, a veces, esa persona se sienta a su lado a contemplar con ella el romper de las olas.
Muchos, la mayoría, se van enseguida. Piensan que su orilla es aburrida; que es demasiado silenciosa; que es demasiado fría. Y se marchan. Y ella los ve partir para continuar con sus caminos.
Otros, los menos, se quedan. Unos días, unos meses, unos años. De alguna manera que siempre le sorprende, les encanta estar allí sentados con ella, a su lado. Y se hacen compañía. Conversan, observan las mareas, y se dejan abrazar por las nubes perpetuas que cubren su orilla. Pero conforme va pasando el tiempo se vuelven demasiado ruidosos, llenan el aire de palabras, incapaces de compartir el silencio, impidiéndole escuchar el mar. Y les pide que se vayan. Y vuelve a quedarse sola, observando a la gente pasar.
Alguien, a veces, le dice: -¡Oye tú...! Sí, sí, tú... la muchacha triste con alma de arena. ¿Por qué no te levantas? ¿Por qué no vas a visitar otras orillas, otras gentes?
Y ella, encogiéndose de hombros, volviendo la vista al azul y entre media sonrisa, responde: -Siempre he vivido en esta orilla. No sé vivir en otro lugar.

domingo, 15 de febrero de 2009

Llueve

Llueve
Dentro y fuera de esta casa
Llueve

Se empapa el suelo de melancolía
Caen a pedazos los sueños
como escombros, en la calle
Llueve
No hay luz. No hay aire
Se agotan los recuerdos, por inservibles
Su lugar lo ocupan las dudas
La duda

Llueve
Dentro y fuera de esta casa
Llueve

Se tiñe de adioses el cielo
Vagan las promesas sin encontrar dueño
Las voces no hablan
Los oídos no escuchan
No hay paz. No hay guerra
El olvido recoge los despojos de una tierra muerta
Nos llegan los noes anunciando el final
Se deshizo el barro
Se agrietó la piedra
Se llevó mi casa

Llueve

Diario de un hombre triste

15, martes.
Hoy hace un mes que me dejó mi mujer. No he hecho nada desde entonces. Mentí. Fingí. Esquivé preguntas y encuentros. Un mes. Diez años de mi vida consumidos en un mes. Así me siento. En la casa sólo hay silencio y humo de tabaco. Ni siquiera un reloj con segundero para marcar el pasar de mi tristeza. Hoy hace un mes que no la veo. Un mes que no la huelo. Un mes. Un mes en el que no he hecho nada. Y tampoco me importa.

19, sábado.
Hoy compré naranjas. Me fui lejos, a alguna parte de la ciudad donde no hubiese estado con ella. Donde nadie me conociera y nada me la recordara. Nunca comía naranjas estando con ella. Siempre he sido de los de la mala vida. Todo lo contrario a mi mujer. Su insistencia durante todos estos años nunca dio fruto. Hoy, en recuerdo a sus reproches, he querido complacerla, absurdamente, y he comprado naranjas. Habría querido remediar todo en lo que fallé. Hoy habría hecho cuanto me hubiera pedido.

23, miércoles.
No vuelve. Creí que esta fase había acabado, cuando me sentaba a esperarla. Estará preocupada por mí. Volverá, aunque sólo sea para asegurarse de que no me he caído accidentalmente por la ventana. Creí que el dolor había acabado, que sólo quedaba esta apatía insulsa que me impide levantarme. Se ve que no. Hoy he vuelto a esperarla. He implorado que viniera. Necesito verla.
Ella no me necesita.

28, lunes.
He comprado su perfume. Es todo lo que he hecho durante el día. En la perfumería pedí que me lo envolvieran para regalar y al llegar a casa lo desenvolví con cuidado, como si fuese ella misma, pequeña entre mis manos. Sentado en mi escritorio he rociado al aire un millón de gotas que han caído sobre mis papeles. He dejado caer la cabeza, y he aspirado su olor hasta quedarme dormido.

29, martes.
Esta mañana, al despertar con su aroma, he creído estar con ella, y la rabia de la verdad ha podido al fin conmigo. He estrellado el frasco contra la pared y he arrojado al suelo cuanto he encontrado por delante. He salido con el coche hacia donde la autopista me permitiera quemar la ira, y la velocidad me llevara a algún lugar donde ella estuviera, y encontrármela de forma casual, y hablar con ella.
Cuando me cansé de visitar lugares decidí regresar a casa. Pinché a los pocos kilómetros. Ni siquiera el cambiar la rueda ha conseguido aplacar mi ánimo.
Una vez de vuelta, he sentido la soledad más triste que haya padecido jamás.

3, domingo.
Ayer tomé una copa con un amigo. Tanto tiempo y ahora, un encuentro inesperado, una coincidencia del destino. Ambos sentados en un bar semidesierto, comunicándonos con frases cortas. Apenas desvelando lo que ha sido de nosotros en los años ausentes el uno del otro. De repente empecé a reír, en carcajadas sonoras e incontenibles. Sonaba una canción. Nuestra canción. Jamás me gustó. Sólo una voz cursi entonando una ñoña historia de amor. Me sorprendió que a ella le gustara. Nunca me pareció una mujer que se dejara llevar por fáciles sentimentalismos. Por supuesto, le dije que también me gustaba. No me importó decírselo. Estaba enamorado. Cualquier cosa me hubiera parecido bien.

7, jueves.
Esta fotografía que tengo en mis manos es la que más me gusta de mi mujer. Hay otras en las que sale más guapa, es verdad, pero ésta es la que más me gusta. La veo a ella cuando la miro. No es una pose, sino su esencia captada en una imagen. Se la hice un día que la sorprendí mirando por la ventana, con un libro en sus manos, a medio dejar en el regazo. Su mirada es intensa. Lejana. Siempre me he preguntado qué estaría pensando en esos momentos. Nunca quiso desvelármelo.

12, martes.
Ayer hablé con ella. La conversación incómoda. Sin completar. Preguntaba cómo estaba. Llamaba por eso y para aclarar los detalles. Detalles... los escombros de nuestra vida en común, que pronto toca recoger. La espera, la alegría inútil al descolgar se fue hecha pedazos. Ya no recibo palabras amables. Cada contacto con ella es una daga que va sumando heridas.
Estoy empezando a anhelar que desaparezca de mi vida.

15, viernes.
Dos meses.

24, domingo.
Ya no hablo con ella, sino con su abogado. Yo también tengo uno. Me aconseja. Casi me riñe. Lo cierto es que me da igual. Entre los tres despiezan lo que queda de mi vida. Yo sólo quiero que terminen cuanto antes.

30, sábado.
Esta semana volví a trabajar. Era peor seguir sorteando las preguntas. Me asombro de la capacidad del ser humano para fingir normalidad. Incluso, por breves instantes, me siento animado. Todo es como un haz de luz. Efímero como el fuego de una cerilla. Mi cuerpo es una masa sin huesos que sólo se mantiene erguido con ayuda ajena. Cuando dejan de sostenerlo, cae derrumbado al suelo.

4, miércoles.
Otra llamada. Esta vez una discusión. Esta vez he respondido por igual. Empiezo a estar cansado de todo. Más que nada, estoy cansado de mí mismo.

9, lunes.
He empezado a salir. A desgana. Ya todos, casi todos, lo saben. No aguanto más de diez minutos. El resto sólo es mi compostura congelada en una mueca indiferente. Mientras, espero con vehemencia el momento de marchar y quedarme a solas. No sé qué pretendo con todo esto. Ya no quiero pensar. Ni lamentarme.

14, sábado.
No volverá. Lo sé. Cada día está más lejos. Y mi casa más vacía.

26, jueves.
La vi en el juzgado. La última vez. No queda nada que la retenga. Nada que la una a mí. He recogido mi ánimo, mi carpeta y mis gafas. Y le he dicho adiós.


15.
Se fue. Tal cual vino. Ya no está en mi casa. Ya no está en mi vida.
Una historia acabada en el papel y en las palabras. Sé que le irá bien. De algún modo, eso me agrada. Quizá tenga suerte. Quizá yo también.
Los días siguen pasando y los recuerdos brotando sin avisar. Historias que quizá algún día cuente. El dolor con ellos. Persiste. Me hace daño. Pero quizá, acaso, un poco menos. Quisiera que estuviera conmigo. Sigo echándola de menos.
Extrañamente, no me siento solo. Aún no. El vacío perpetuo, sigiloso, parece acompañado. Pronto no lo estará. Pero no tengo miedo. Se abre la rendija del abismo, al que debo entregarme. La vía de mis pesares que al fin encauza un sentido, una razón.
En este día, por vez primera, sabe a libertad.

Silencios

Atrapada entre las fauces del animal
consciente o inconsciente
que sacude a su víctima
hasta robarle el último hálito de vida.

La presa, ingenua,
incauta,
que se expuso al peligro,
que no advirtió las señales.

En su aliento caliente,
abrasador,
no se olía la muerte cercana
acusadora de debilidad y derrota.

No hubo maldad
ni perdón.

El destino había elegido al azar.

Los miembros perdieron el sentido
y la voluntad las fuerzas.

Comenzó a morir antes de morir realmente.

Sólo queda un recuerdo
más allá de las últimas lágrimas,
de los ojos secos de vida,
de la piel ajada de heridas,
del cuerpo quebrado e inútil.

Mientras devoraba
desgarrando el costado con sus zarpas
arrancándolo a tirones
no era sangre lo que brotaba


sino silencios.