martes, 19 de mayo de 2009

Autodeterminación

Es domingo. El último domingo de mayo. Y tengo diez años. Ya conozco el ritual: cuando mamá se levante vendrá a mi cama y me despertará con un beso y caricias en mi cabeza. Sus palabras dulces intentarán hacerme más llevadero el trance del mundo inconsciente al mundo tangible y yo me daré la vuelta entre protestas para dormir un poquito más. Ella, cual magnánima reina y gobernadora me concederá ese ratito en dispensa mientras comprueba, por enésima vez, que está preparado mi traje. Mi traje de comunión.
No debo demorarme mucho para no hacerla enfadar. La paciencia materna, en contra de la opinión común, tiene unos límites muy definidos. Aunque por ser hoy día tan especial quizá me conceda el beneficio de su comprensión un poco más allá de lo que me tiene acostumbrado. Me ofrecerá mi desayuno favorito que yo apenas tocaré debido a los nervios. Me duchará a conciencia y yo me dejaré hacer, balanceándome entre sus manos firmes que me limpian con la esponja, que me secan con la toalla, que me perfuman con colonia.
Todos se arreglarán con prisas. Que dónde has puesto los gemelos, que mira el lazo de los zapatos de la niña que se ha despegado, que vamos a llegar tarde… Y luego, por fin en el coche, mi madre volverá su mirada atrás, hacia mi hermana y a mí, y con su sonrisa deslumbrante me preguntará: -¿Estás nervioso cariño? No pasa nada. Sólo piensa que vas a estar con tus amigos. Ya habéis ensayado esto muchas veces. Será como siempre. Tú tranquilo y verás que todo sale bien.
Pero yo no responderé, porque los dos sabemos de qué estamos hablando y lo que ella no sabe es que es precisamente eso, encontrarme con mis amigos, mis compañeros de colegio, mis primos, y todos los adultos que te miran sonrientes como si hoy fueses una persona diferente al resto de los días, que no lo soy. Y su atención, y las bromas, y las risas, y el pellizcarme las mejillas como hace el abuelo, y todos que me dicen “¡Pero qué guapo!” y mis amigos que estarán jugando en la puerta de la iglesia y me verán llegar y entraremos todos solos, sin familiares, y la iglesia que aún estará vacía será ocupada por nosotros , cada uno con su papel en la mano, con su guión protagonista en la representación de hoy. Y será eso, eso más que nada, la responsabilidad de la independencia, cuando cientos de ojos te vigilan y tú, que aunque te lo sabes de memoria no puedes evitar sudar y rascarte las manos deseando quitarte los guantes, sabiendo que no puedes, que aún te quedan dos horas, ciento veinte minutos de desesperada atención continua y que acrecientan el nerviosismo que te lleva a lo que tú ya sabes, y como ya lo sabes no puedes evitarlo, y como no puedes evitarlo sucede, y cuando sucede ya puede venir el fin del mundo que nadie te libra del bochorno ni de las burlas que serán comentadas durante los años venideros, y hasta es posible que a mis hijos les cuenten cómo su padre sufrió de incontinencia urinaria el día de su primera comunión.
Por eso mi madre hoy no va a despertarme. No me encontrará en la cama. No me preparará ningún desayuno, ni me limpiará ni me vestirá. Porque hoy, antes de que amaneciera, he cogido sus llaves y he huido de casa. He cogido el primer autobús que me llevase a la playa y aquí estoy, esperando a que me encuentren. Porque lo harán, estoy seguro, pero será demasiado tarde. Y ya no habrá ceremonia multitudinaria, ni familiares alrededor, ni mis amigos jugando en la puerta de la iglesia. Haré mi primera comunión un domingo cualquiera, sin fiesta ni celebración. También recibiré mi castigo. Sufriré la ira de mi padre, y el sufrimiento acongojado de mi madre, ése que te llega muy adentro, hasta el alma misma de los remordimientos y que te convierte por un instante en la persona más ruin de la tierra. Estaré un mes, quizá dos, sin salir de casa y casi sin jugar. Y pese a todo, también, recibiré mis regalos, y nos iremos de viaje este verano, pues los billetes ya están comprados y nadie quiere perdérselo. Y yo me habré librado del mayor bochorno de mi vida, como aquel niño, el hermano mayor de un compañero de otro curso, a quien huir le funcionó. Así que a mí también.

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