lunes, 18 de mayo de 2009

Fauna de bar

A la izquierda, en la mesa uno, un matrimonio cuarentón. O cincuentón. No sé. Lo que es evidente, lo que resuena en el espacio circundante a su tedioso e insoportable hastío, son sus inútiles y penosos intentos por recobrar el ánimo que hace muchos, muchos años tuvieron. Otra pareja que intenta recuperar lo imposible. Que intenta tener los años que ya nunca tendrán, obcecados en la farsa desdichada y patética de no saber aceptar que están hartos el uno del otro. Que ya no les mueve nada. Que cualquier cosa sería mejor (y cuando digo cualquier cosa me refiero a cualquier cosa) que ir muriendo lentamente en cada noche de sábado.

Un poco más allá, a escaso metro y medio y abstraídos de todos los habitantes de este claroscuro tugurio, una pareja joven. Veinte y tantos. El contraste es trágico y aniquilador cuando, en la distancia donde yo me encuentro, se pueden observar ambos escenarios. Las ganas contenidas de ir más allá de lo decorosamente aceptable en un bar (que es poco menos de lo que puedan hacer a solas), las miradas y los labios encendidos y ese miedo angustioso (y por otra parte lógico) a perderse mutuamente. Disfrutad, disfrutad… les digo. Poco pueden sospechar que en menos tiempo del que imaginan serán absorbidos, sin salida y sin remedio, por la decadente espiral que ya ha engullido cada minuto de la vida de sus vecinos de al lado.

En la zona de juego, un pequeño grupo de adolescentes ha tomado posesión de las máquinas de billar. Se ríen. Se ríen por todo, hasta de lo que no tiene gracia. También se pelean, pero sólo de palabra. Qué fácil es marcar las etiquetas y distinguir el papel de cada cual. Está el gracioso. Evidentemente. En todos los grupos siempre hay un gracioso, si no dos. Luego está el gafe, el tonto, el invisible…Observo uno que me llama la atención: el pasota. Éste siempre me ha gustado, porque en realidad no es que pase de todo, sino que simplemente debe actuar como si nada le importara, aunque le importe, por la sencilla razón de que el puesto de honor ya estaba cogido, por supuesto, por el líder. Yo a éste lo llamo el chulillo, porque a esa edad ser líder de tu grupo de amigos se consigue sólo a base de chulerías.También hay muchachas. Claro. Muchachas que compiten entre sí por la atención del sexo opuesto. La que tiene pecho se pone un escote. La que no lo tiene, una mini minifalda. Incluso hay alguna que lleva de los dos.Yo no me veo en ninguna de ellas. Era de esa rara especie que no compite y por tanto, es ignorada, como el invisible. Me da la impresión de que las cosas no han cambiado tanto, pues sigo pareciendo invisible. Nadie me mira. Ni siquiera el barman. La pareja del tedio está sumida, por separado, en sus propios pensamientos. La pareja joven… bueno, no hace falta decir que la pareja joven ni siquiera sabe que hay otras personas en el bar. El grupo adolescente… no, tampoco me mira. No soy más que un icono, una pieza del mobiliario conocido de la noche del fin de semana. Alguno, alguna vez, me ha dirigido una mirada curiosa. Pero sólo eso.

Otras parejas conversan en la barra, a pocos metros de mí. Un hombre solo, el coleguilla del barman, intercambia algunas palabras con él mientras siguen con atención el partido australiano de tenis que están retransmitiendo en directo en el televisor de plasma. Pido otra cerveza. La última de esta noche. Mientras es servida, el barman se pierde un punto magnífico del posible ganador. Hace una mueca, molesto, pero se aguanta. Después de todo, soy un cliente y éste es su trabajo. Ya es hora de volver a casa. Me digo. Ahora que aún puedo encajar (aunque no en el primer intento) la llave en la cerradura. La televisión comienza a moverse en ondas desconcertantes y las voces ajenas se convierten en el ruido ensordecedor de mi propia culpa. Es falso eso que dicen por ahí que beber te hace olvidar.

Liquido mi noche. Salgo del bar. El aire es claro y mi mente turbia. Nadie me espera. Es algo normal. La invisibilidad es un estado al que uno termina acostumbrándose.

No hay comentarios:

Publicar un comentario