lunes, 20 de julio de 2009

Misterios de mi vida: misterio número 1

Tendría seis o siete años, no más, y era una tarde de verano. De esas tardes en las que el sol castigaba a conciencia la ropa tendida y la pintura de los portales, y la siesta, acatada de forma religiosa y en masa, se dilataba en horas delante del televisor.
A poco que uno se molestara en escuchar, se podía oír con claridad la recogida de platos y la sintonía final del Telediario sonando en todas y cada una de las casas. En la calle, nadie. Sólo yo. Huyendo de un hogar con más gente que espacio y en el que, a esta hora, no había hueco ni paciencia para juegos infantiles.

Llevaba, en una mano, una pelota de tenis. En la otra, nada. Y ya está. Sólo necesitaba una pared a la que importunar y donde practicar una especie de pelota vasca, solitaria y repetida. Bote, mano, pared. Bote, mano, pared.

El problema, aquella misma tarde, era que no tenía pared en la que jugar. Justo el día anterior, un vecino por encima del local desocupado que me servía de frontón me había advertido, con la impaciencia y las malas maneras con que los adultos suelen dar a los niños su primer aviso, que me fuera a botar la “dichosa pelotita” a otra parte. Y yo, obediente, me había ido a otra parte. A mi casa, concretamente.
Pero esa tarde, ya no podía quedarme en casa. Y allí estaba. En la calle. Con pelota, y sin pared.


Vivía en el bloque de enfrente, en el bajo, una anciana (no diré adorable) llamada Lola. Lolaladelbajo. Así, todo junto. Más conocida como La Lola de España -mote posterior asignado por alguno de los más revoltosos de la calle, y sacado de algún anuncio sobre La Moda de España con el que por aquél entonces nos bombardeaba El Corte Inglés-.
Lola, como digo, vivía allí, en el bajo. A pie de calle. Con la pared de su dormitorio colindante con el área de juego infantil; la gran tentación –y las pocas luces del arquitecto- enfrente de nosotros los niños, y a la que evitábamos con la fuerza de voluntad que sólo puede dar la necesidad.
Porque nadie se atrevía a molestar a Lola. Ya fuera por la mañana, por la tarde o a mediodía. Sus regañinas eran terribles, severas. Lola era ese personaje que cada vez que se hacía presente nos paralizaba a todos, haciendo que nos preguntásemos, interiormente, si vendría por alguno de nosotros o si salía simplemente a dar un paseo.
Implacable Lola.
Solitaria Lola.


No calificaré de atrevido, ni siquiera de inconsciente, lo que hice aquella tarde de verano. Sabía que Lola estaba en casa, la había visto bajar la persiana de su cuarto un rato antes. Y sabía lo que iba a suceder. Quizá no se me ocurría nada mejor, o sólo buscaba una excusa para marcharme a casa de nuevo, pero me levanté, cogí mi pelota, y comencé a botarla contra la pared de Lola.

No puedo asegurar cuánto tiempo estuve jugando. Una hora. Dos. No lo sé. Lo único que recuerdo, y que se ha convertido en uno de los misterios más grandes de cuantos me han sucedido, es que Lola no salió a reprenderme. No salió.

Pasó la tarde. Se acabó el juego. Bajaron otros niños. Y por fin llegó el atardecer, y con él la fresca, que era esa brisa de noche veraniega que despierta calles y gentes. Las vecinas también bajaron, con sus sillas plegables a charlar en las aceras. Los vecinos al bar, por su copita en la terraza. Y Lola salió de su casa, equipada también con una silla, y sin decir nada, se sentó junto a las demás bajo la luz de las farolas.
Ni siquiera me miró. Ni siquiera parecía molesta.
Tuve un momento de reflexión, en el que decidí no volver a tentar la suerte. Y es que aquella vez, fue la primera y única que jugué en la pared de Lola.

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