viernes, 25 de diciembre de 2009

La cultura de los veinte duros

Debajo de mi casa acaban de abrir una tienda de las llamadas de todo a cien. Tienen de todo, como ya sabrán. Absolutamente de todo. Desde complementos de imitación a Hello Kitty, hasta menaje de cocina, pasando por artículos de papelería, droguería, perfumería, ferretería, juguetes, e incluso abrigos y ropa interior. Y todo, a precios casi simbólicos.

Paseando por las estanterías de esta tienda, me he parado a pensar en lo fácil que resulta comprar cualquiera de sus artículos. Objetos sin calidad ni valor, que tal como los adquirimos y usamos pueden ir a parar al cubo de la basura sin ningún tipo de remordimiento. ¿Por qué íbamos a tenerlo? Son objetos que no valen nada (casi literalmente). No nos cuesta nada comprarlos, son de escasa calidad, abundantes hasta la saciedad y no supone ningún esfuerzo adquirirlos. Así que, si ya no nos sirven, ¿por qué no tirarlos?

Este pensamiento, mientras seguía con mi paseo, me ha hecho recordar una anécdota que me ocurrió hace poco mientras visitaba a una amiga. Había comprado en Ikea una pequeña mesita para el teléfono fijo, muy coqueta, que le había costado la irrisoria cantidad de diez euros. El marido, en un descuido con su cigarrillo, dejó sin querer una pequeña marca en una de sus esquinas, y mi amiga, además de reprenderle, exclamó sin ninguna pena que total, para lo que le había costado, se llegaba a comprar otra.
La mesa estaba hecha de madera, y esa madera formaba parte de un árbol que fue talado. La madera fue cortada, alguien la lijó y la ensambló y luego la pintó. Quizá lo hicieron unas máquinas, pero éstas, también, están dirigidas por hombres. Y aunque no lo estuvieran, sigue siendo un trabajo que llevó un tiempo, que consumió unos recursos y que supuso una planificación y un esfuerzo. Sin embargo la desechamos. ¿Por qué? ¿Cómo hemos llegado a despreciar de esta manera el trabajo de los hombres (por no hablar de los recursos naturales)? Y la respuesta la hallé en la tienda de todo a cien: porque no nos supone ningún esfuerzo. Porque no nos cuesta nada adquirir. Y al no costarnos nada adquirir, tampoco nos cuesta nada desechar. Y esto, me temo, es aplicable a todos los aspectos de nuestra vida.

Estamos sobrealimentados, sobrevestidos y sobreabastecidos de todo cuanto nos hace falta. Vivimos en la cultura del ocio y el derroche, y esto, además de poblar nuestras vidas de objetos sin valor, nos convierte en consumidores de la nada.

La televisión, el cine, la música y la literatura también están saturados de artículos de todo a cien. De sobra son conocidos esos programas mediocres que emiten todas las televisiones, que incluso ya tienen nombre propio: programas basura. Del mismo modo, ya tenemos también comida basura, e incluso películas, libros y canciones basura.
Cada vez es más frecuente que cualquier éxito en la radio no dure más que un par de semanas en el número uno, hasta que otro ocupa su lugar. Suelen ser canciones de música pegadiza y facilona, con una letra simple y poco trabajada. Éxitos fugaces que apenas aguantan unos meses antes de caer desfasados. Y es sólo con el paso del tiempo cuando nos damos cuenta de su verdadera calidad (o de su falta de ella). Muy pocos “hits” aguantan ser escuchados unos años después sin perder la dignidad.

Ya no se trabaja el arte. No se le dedica tiempo. Todo se hace con rapidez. Los editores de libros, los publicistas, las casas discográficas, los productores de cine y tv, se han dado cuenta de lo rentable que resulta el consumismo resultón y barato, que obnubila a la mayoría del público de forma rápida y fugaz. Cualquier cosa que dé un éxito comercial inmediato es aceptable antes de pasar al siguiente. Nos hemos acomodado a lo fácil, a lo abundante e instantáneo. Sobre todo a lo instantáneo.

Hace unos años, los niños teníamos que esperar durante meses para recibir un juguete. La mayoría sólo teníamos el día de Reyes y el día de nuestro cumpleaños para conseguir regalos. Por eso eran una fiesta. Ahora, sin embargo, tenemos fiestas cada fin de semana. Tenemos lo que queremos sin necesidad de esperar.
Recuerdo que mis padres tenían que ahorrar para poder comprarnos un juguete a cada uno el seis de enero. Era un día único, mágico, en el que todos, al mismo tiempo, recibíamos un regalo. Pero en la actualidad, los Reyes se han vuelto un poco menos magos, porque cualquier otro día del año podemos hacernos con cualquier cosa que deseemos, y esto, lleva a una inevitable insatisfacción. Si no nos cuesta ningún esfuerzo adquirir, ni tan siquiera la disciplina de esperar, tampoco nos supondrá ninguna pena desechar, al igual que ocurría con la mesa de diez euros. Sólo aquello por lo que trabajamos, por lo que nos esforzamos, nos aporta satisfacción y nos crea un apego. Para obtener lo que queremos, primero debemos sentir que nos lo hemos ganado. Sólo así conseguiremos disfrutarlo.

Estamos llenando nuestras vidas de objetos basura, de arte basura, de desperdicios que apenas aprovechamos unos días antes de despreciarlos. Y poco importa que lo que hayamos adquirido sea más bueno o más malo, más caro o más barato. Si no nos ha supuesto ningún esfuerzo, ningún sacrificio, carecerá de valor.
Nos estamos acostumbrando a derrochar, a gastar porque podemos. A despreciar el trabajo de los hombres, y con ello, sin saber, despreciamos también lo que le ha costado a la humanidad conseguir este estado de bienestar (al menos en el primer mundo), con bienes asequibles para casi todos.

Una mesa no se hace sola. Una canción tampoco se escribe sola. Ni una película. Ni un libro. Sin embargo tiramos comida, tiramos muebles y tiramos ropa. Tampoco solemos releer, cuando a la relectura se le suele sacar en realidad más provecho que al abrir un nuevo libro. Ni parece que todas las canciones, que todas las películas y que todos los videojuegos que tengamos grabados sean suficientes.
Pero no nos engañemos. Todo esto no quiere decir que seamos peores que las generaciones precedentes. Tampoco mejores. Es sólo que vivimos en sociedades muy diferentes.
No se trata, ni mucho menos, de que hasta hace unos años supiésemos disfrutar mejor, sino de que, simplemente, no reinaba tanta abundancia a nuestro alrededor, y eso, hacía que valoráramos cada cosa de forma distinta. Todo era importante. Lo que ahora nos supone un simple paseo por una tienda más una sencilla elección, antes costaba meses de espera y ahorro para conseguirlo. Por eso le dedicábamos más tiempo a una canción, más horas a un libro, más entusiasmo a todo cuanto adquiríamos. Los objetos eran bienes escasos y únicos, la mayoría de las veces artesanos y, por lo tanto, irrepetibles. Teníamos mucho menos. Por eso, lo disfrutábamos mucho más.

Hasta hace poco no se disponía de tiempo, ni de recursos, ni de dinero para producir ni consumir al nivel en el que lo hacemos hoy en día. No se disponía, como ahora, de tres horas diarias (la media de consumo en España) para ver televisión. De hecho, ni siquiera había televisión. Tampoco se producían tantas películas, tantas canciones, ni tantos libros.
De un tiempo a esta parte, el mercado está produciendo y consumiendo en exceso, y este exceso nos ha llevado a la saturación, tanto en variedad como en cantidad. Y esta saturación, como no podía ser de otra manera, ha provocado una proliferación de la mediocridad y de la inmediatez.

Tampoco nos equivoquemos. No es que sea malo disponer de tiempo de ocio y de oferta cultural. Muy al contrario, es recomendable e incluso necesario, pero puede llegar a ser contraproducente si no se sabe cómo emplearlo. El problema consiste en que tenemos demasiadas cosas que son demasiado asequibles. Lo cual, por un lado, es positivo. Nunca como hoy en día estuvo más al alcance de todos adquirir aquello que se desea. Pero por otro lado toda esta inmediatez, esta facilidad, está haciendo que dejemos de valorar el trabajo ajeno, los recursos y el esfuerzo que la sociedad ha empleado para llegar hasta donde nos encontramos. Y lo más importante: estamos llenando nuestras propias vidas de cosas sin valor. Y no importa, insisto, si son caras o baratas. Si no nos ha supuesto ningún sacrificio conseguirlas, no valen nada. Y como no valen nada, en un plazo medio, e incluso corto, nos son insuficientes y hasta insatisfactorias.

Estamos generando más desperdicios de lo que podemos tolerar, y no sólo en sentido literal. Nos estamos poblando a nosotros mismos de objetos y de arte procedentes de la cultura de la basura, del consumismo de un solo día, creados para marcharse de nuestras vidas tal cual vinieron: sin esfuerzo; y, como es lógico, para dejarnos tal cual nos encontraron: vacíos.