jueves, 23 de octubre de 2014

El buen librito


Hace tiempo yo tenía un librito blanco, más pequeño que la mitad de una cuartilla, con las tapas de nácar y las hojas con filo dorado, y un cierre a modo de broche, también dorado, que preservaba de toda influencia externa su santo y bello tesoro.

Hablaba ese librito (porque los libros hablan) de las oraciones del despertar; de las oraciones del atardecer; de las de dormir; de las de antes de comer; de las que rogaban por los padres y de las que rogaban por los maestros; de las de la misa; las de dar las gracias; las de pedir perdón... Y hablaba también, además de para orar, de los niños que seguían cada uno de los dos caminos posibles dentro de la devota vida cristiana: El camino del Cielo y El camino del Infierno.

El camino del Cielo era una página en suave color rosa, adornada con el dibujo de unas manos en plegaria, iluminadas a su vez por una hermosa gloria divina. En ella se aseguraba que, para llegar finalmente al anhelado cielo y a la vida eterna, todo niño debía seguir sus pasos de obediencia, estudio y devoción creyente.

El camino del Infierno, por contra, era un tenebroso pasadizo de espinos marcado por una mano austera y un dedo índice acusador, y donde se advertía, en oposición al camino precedente, qué hacían aquellos niños que por descarados, indisciplinados o rebeldes acabarían en el temido infierno y en el sufrimiento sin fin.

Cierto era que con ocho o nueve años no tenía capacidad para sopesar lo descompensado del castigo (en el caso de la condena eterna), o lo difícil y raro de los niños ejemplares (en el caso de querer recibir la recompensa). Mala era aquella lectura, puesto que hojear tales páginas no podía más que hacerme sabedora de que, por mucho que me pesara, y aunque intentara esmerarme, estaba definitivamente condenada.

Para irritar aún más el asunto, en la segunda mitad del librito se narraban las historias de santos niños mártires, ejemplos que todo niño cristiano debía seguir. Sufridores por su fe, torturados e incluso asesinados. Que esto no pareciera atroz e inhumano en aquellos días (me refiero al hecho de plasmarlo en un libro destinado a niños, no a la barbarie en sí) indica cuánto hemos avanzado socialmente en unos pocos años. Menos mal.

Por supuesto yo hubiese querido parecerme a aquellos santos héroes de los que tanto distaba; y con cada acto común, inocente e infantil de mis pocos años me alejaba de ellos cada vez más. Cierto que a menudo los olvidaba, pasando las horas en la plaza saltando a la comba o jugando al escondite; pero el librito seguía ahí, en su santo sitio, recordándome que nunca conseguiría estar a la altura de sus santas páginas.
Su lectura dejó huella en mí. Rara vez obediente con aquello que me era mandado, adivinaba con total nitidez cuál sería mi futuro una vez abandonado este mundo. Aquel libro no sólo arruinaba cualquier esperanza de salvación para los niños que, como yo, teníamos un comportamiento inadecuado, sino que ensalzaba el de aquellos que sacrificaban sus juegos, su salud e incluso sus vidas por la defensa de la fe y la devoción a Dios.

Con todo, debo agradecerle el que desde tan pequeña me hiciera darme cuenta de que no tenía remedio ni voluntad para comportarme, pues a la lógica falta de autoestima que consiguió crear en mí le siguió, sin embargo, un progresivo período de aceptación que me llevó finalmente a aprender a comprenderme y a quererme tal y como soy.

Afortunadamente hoy las cosas han cambiado mucho. Ya no se veneran a niños mártires ni se persigue la muerte como prueba de fe. Se celebra más la vida que el sacrificio, y los héroes ya no son perfectos sino humanos como todos nosotros, lo cual los hace más asequibles y democráticos: cualquiera puede serlo. De hecho, hasta yo podría llegar a serlo.

Qué cosas.



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